La guerra siria salpica al oasis interreligioso turco
El conflicto enturbia la convivencia en Hatay, una de las regiones turcas con más diversidad
Presa del pánico, Mahmut corrió a refugiarse tras un edificio. “Oí una tremenda explosión y vi fuego. Pensaba que Turquía había entrado en guerra y los sirios nos estaban bombardeando”. Diez minutos después salió de su escondite y volvió a la plaza para encontrarla sembrada de cadáveres y cascotes. En realidad, habían sido dos coches bomba. Murieron 52 personas —aunque algunos vecinos aseguran que fueron muchos más y que el Gobierno ha tratado de esconderlo— y 146 resultaron heridas, lo que lo convierte en el mayor atentado sufrido por Turquía en su historia.
Todo esto ocurrió ahora hace dos años en Reyhanli, una localidad de la provincia turca de Hatay pegada a la frontera con Siria. Mahmut, al que aún le pitan los oídos y sufre mareos por efecto de aquella explosión, habla en su pastelería recién inaugurada en uno de los edificios que volaron en el atentado y que ha sido totalmente renovado por el Gobierno. El Ejecutivo islamista moderado no ha reparado en gastos a la hora de repartir indemnizaciones, pero no ha hecho mucho por esclarecer qué ocurrió aquel 11 de mayo de 2013. Se impuso el secreto de sumario y la prohibición de informar, por lo que la gente de Reyhanli, en su mayoría árabes y turcos suníes, aún desconoce su autoría.
Hay quien cree —como afirma el Gobierno— que fueron ciudadanos turcos de religión chií alauí que trabajaban conjuntamente con el régimen sirio. Otros aseguran que fue obra de Al Qaeda, que pretendía enviar un mensaje al Gobierno turco para que no impidiese el paso de yihadistas a Siria. Algunos van más allá: “Los únicos detenidos fueron unos chavales alauíes a los que les pagaron por transportar unos vehículos con explosivos hasta Reyhanli, pero ellos no sabían lo que llevaban. Alguien quería provocar una confrontación entre suníes y alauíes”, afirma Neddim Haddur.
Los lazos rotos con el país vecino
En las faldas de los verdes montes que separan la franja sureste de Turquía y el noroeste de Siria, las naranjas se pudren en los árboles. Este año, los agricultores turcos desisten de recogerlas pues el precio que se les paga es tan bajo que no les sale a cuenta. La razón es la guerra en el país vecino.
Hasta el inicio del conflicto sirio, Hatay, en el extremo sur, con salida hacia el Mediterráneo, era la provincia de Turquía con la mayor flota de camiones de transporte internacional. En menos de una semana se plantaban en Arabia Saudí, Bahréin o los Emiratos Árabes Unidos cargados de cítricos y otros productos de exportación, tras atravesar Siria e Irak. La violencia de la guerra desatada en 2011 entre el Ejército del régimen de Bachar el Asad y las fuerzas rebeldes sirias ha acabado por cortar las vías de transporte y detenido este negocio, así como el pequeño comercio a ambos lados de la frontera —también lo ha hecho el tránsito por muchas carreteras iraquíes por la presencia de yihadistas—: 10.000 personas cruzaban a Siria cada día para comprar té, azúcar o gasolina más baratos y revenderlos en el mercado turco.
“El comercio se ha parado, un gran número de empresas ha quebrado, los camioneros están deshaciéndose de sus vehículos y los agricultores apenas venden”, explica la contable Naime Turunç: “Pero lo peor de todo es que hemos perdido a nuestros parientes del otro lado. Yo tengo familiares en Siria, pero ya no puedo contactar con ellos y no sé si están vivos o muertos”.
Los lazos de parentesco a ambos lados de la frontera son comunes, pues este territorio pertenecía al mandato francés sobre Siria, sellado con Gran Bretaña en el acuerdo Sykes-Picot de 1916, hasta que un referéndum en 1939 decidió su unión a Turquía.
La provincia de Hatay es una de las más ricas de Turquía en cuanto a diversidad cultural. Aquí conviven desde hace siglos turcos, árabes y kurdos; musulmanes suníes y alauíes (chiíes), judíos y cristianos ortodoxos, católicos y armenios. Dado que el Estado turco es formalmente laico, su política no está determinada por la adscripción sectaria, como en el cercano Líbano. Sin embargo, en Hatay, la pertenencia a un grupo u otro sí tiene cierto peso: los alauíes se inclinan por la izquierda, mientras los suníes votan por la derecha. Y la guerra en Siria no ha hecho sino reforzar esa división: “Los alauíes apoyan a [Bachar el] Asad porque es también alauí”, dice con desdén Mesut, un turco suní de Reyhanli. “Si El Asad se queda o se va lo deben decidir los sirios, lo que no queremos nosotros es que lo decida un islamista checheno o francés”, afirma por su parte Naime Turunç, una contable árabe alauí de Antioquía, la capital provincial.
El temor de los habitantes no ha cesado desde el incidente de Reyhanli. El pasado 1 de marzo se halló un explosivo bajo el automóvil de un excomandante del Ejército Libre Sirio que habita en Reyhanli; el día 25, un obús sirio cayó en las cercanías de la localidad hiriendo a cinco personas y la semana pasada los artificieros de la policía turca desactivaron otro paquete bomba.
Aunque su presencia ya no es tan pública como hace dos años, grupos rebeldes sirios utilizan Hatay como base y el flujo de combatientes continúa. “No se les ve, pero todos sabemos que están”, asegura Mesut. La señal, explica la población local, son los cortes de luz en las áreas fronterizas: entonces es que los combatientes están cruzando a Siria. “Ves a barbudos tomándose fotos en las calles de Antioquía y la siguiente noticia es que están pegando tiros en Siria”, se queja un residente.
“La guerra nos ha afectado en todo: en nuestra vida y en nuestro trabajo. Ahora tenemos miedo de salir a la calle por la noche”, lamenta Harun Cemal, uno de los 16 judíos que quedan en Antioquía, de una comunidad que hace 50 años llegaba al medio millar: “En los hospitales ves que hay combatientes sirios heridos a los que tratan aquí y eso incomoda a la gente”. Muchos en esta provincia acusan al Gobierno turco de connivencia con los rebeldes y le critican haberles traído la guerra a la puerta de casa.
Otro de los problemas a los que se enfrentan los habitantes de Hatay es el elevado número de refugiados (dos millones en toda Turquía). La falta de trabajo —alegan los vecinos de Antioquía— ha incrementado la inseguridad, la prostitución y la criminalidad. El robo de vehículos se ha disparado, para llevarlos a Siria.
“La guerra siempre trae malestar. Pero seguimos adelante”, sostiene Domenico Bertogli, párroco de la iglesia católica de San Pedro y San Pablo de Antioquía: “Los refugiados sirios son en su mayoría suníes, y eso podría provocar tensión con los alauíes de aquí. Pero son los propios suníes locales quienes impiden que suceda, porque se han dado cuenta del desastre que ese enfrentamiento ha supuesto en Siria”.
Y es cierto. Pese a los problemas, la convivencia es la nota dominante. “Vivimos fraternalmente”, afirma Mahir Sahilli, propietario del centenario café Affan, mientras enumera las creencias de sus clientes: “Este es judío, este, musulmán suní, ese de ahí, un cura ortodoxo y esos otros, alauíes. Si Dios quiere, ningún loco logrará perturbar nuestra paz”.
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