Un ejército de mujeres para combatir la trata
Los métodos de explotación sexual han cambiado durante la pandemia en Argentina. Una religiosa, varias infiltradas en las mafias de la prostitución, policías y madres coraje que han perdido a sus hijas trabajan unidas contra este delito
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Sus ojos azules se clavan sobre la virgen de Lourdes, también ataviada de un manto celeste. Alrededor de la gruta se reza el rosario. Martha Pelloni, monja de la congregación carmelita, sonríe y susurra al oído: “Ella siempre cumple los milagros”. En el santuario ubicado a las afueras de Buenos Aires, replica del templo francés, esta religiosa ha creado una base de operaciones desde la que combate la trata de mujeres en sus diversas facetas.
Pelloni es una verdadera estrella del rock’n roll. Se nota que no le gustan las fotos, aunque no puede evitar que los feligreses congregados alrededor de la imagen mariana la aborden continuamente. Atiende y esquiva con gracia, y pese a sus 80 años, sigue en forma. Enciende algunas velas, se acerca a un hombre llorando, le entrega en la mano un par de papelitos. En uno de los mensajes solicita que rece por un hijo abusado. “No sabes los mails que recibo al día, tantos casos (…) Por suerte tengo un equipo excelente de psicólogos, abogados, jueces e, incluso, policías divididos en 40 asociaciones bajo una organización: Red Infancia Robada”.
“La trata también abarca a menores de edad, incluso a redes de pedófilos. Incluye a empresarios, jueces, fiscales, artistas... Es una lucha fatal. Y esos chiquitos pasan por manos y manos de gente desconocida. Solo sabemos que fueron vendidos. “¿Su destino? ¿Para qué los utilizan?”, se pregunta.
Hace más de 30 años que la hermana organizó su primera marcha en silencio para reclamar justicia. Fue en 1990. María Soledad Morales era su alumna predilecta, de apenas 16 años. Un día fue drogada y entregada por su novio a los “hijos del poder”. Fue ultrajada y finalmente asesinada. Carlos Menem, el presidente de entonces, intercedió a favor de los acusados. De hecho, el primer juicio fue un escándalo por la parcialidad mostrada durante la causa por los jueces y tuvo que repetirse, después de múltiples protestas protagonizadas por la propia Pelloni. Tras un segundo juicio, algunos de los verdugos de la menor fueron a prisión. Hoy están libres. Fue una victoria pírrica, pero marcó un punto de inflexión dentro de la lucha contra los secuestros y asesinatos de mujeres en Argentina.
“Durante la pandemia la trata se extendió por las redes sociales, sin embargo también aprendimos a conectarnos y las instituciones a digitalizarse, de tal manera que las víctimas denuncian por internet. Ahora por lo menos no tenemos grandes eventos deportivos, musicales o congresos... Eso disminuyó, venían muchas chicas de Paraguay y Brasil traídas por las mafias”, agrega la religiosa como dato positivo.
Luchar en las calles, perder a tu hija
Huele a guiso de garbanzo. En la cocina cortan cebolla y dan vueltas al puchero. Afuera se agolpan cientos de personas en busca de su ración de comida. Margarita Meira toma mate mientras supervisa el reparto. Se sienta acompañada de su equipo, algunas de las 20 madres de víctimas de trata que componen esta organización y que, además de gestionar un comedor popular, se dedican a rescatar a mujeres que caen en esas redes de tráfico humano. Hoy están de fiesta. Hace poco se encontraban al borde del desahucio, pero el último Día Internacional de la Mujer, el pasado ocho de marzo, un influencer, Santi Maratea, consiguió reunir para ellas ocho millones de pesos (70.500 euros). Meira va a por más: también quiere construir un refugio para las chicas.
La matriarca no se caracteriza precisamente por ser diplomática, lo suyo es “el combate callejero”. Dispara a discreción contra el poder y los funcionarios. Es una mujer de 71 años a quien algunas compañeras de lucha evitan por sus métodos rudos. Estuvo presa, sufrió un atentado. No tiene problemas en entrar a un prostíbulo y sacar a una chica a rastras frente a los proxenetas que protegen la puerta. Un día perdió la paciencia y no la volvió a recuperar.
En marzo del 91 secuestraban a su hija, Graciela Susana Bekter, de tan solo 17 años. Un año después, la adolescente era hallada sin vida en un apartamento en la capital. Su muerte fue calificada como dudosa. Nunca hubo responsables, tampoco justicia. La historia sigue repitiéndose como un “bucle infernal”, dice, tal como lo demuestra la sala de arriba de la Asociación de Madres Víctimas de Trata, en el barrio de Constitución, repleta de fotos de niñas y mujeres desaparecidas, secuestradas, asesinadas. De gran tamaño, se amontonan en cajas de cartón desplegadas sobre la mesa. Silencio, las lágrimas se acabaron. Margarita Meira sujeta el retrato de su hija y reflexiona.
“Durante la pandemia empeoró. Si andas por la ciudad por Congreso, Tribunales —barrios céntricos— te encuentras con propaganda, panfletos pegados en las farolas. ¿Clandestinos? Es tan fácil como llamar y que te den la dirección. Por otro lado, el sistema de páginas web donde las chicas se muestran mediante cámaras, muchas forzadas, aumentó. Es tremendo. Ya le presentamos un petitorio al presidente Alberto Fernández, pero nos derivan al Ministerio de Justicia. El mandatario aseguró que iba a acabar con el crimen organizado y la trata”, asevera Meira.
Supervivientes: el sufrimiento convertido en don
La vida de Graciela Collantes también está marcada a fuego. Nació en la provincia de Tucumán, una de las más pobres de Argentina. Perteneciente a una familia muy humilde, quedó expuesta desde joven. “Pensé que había encontrado a la persona que me iba a ayudar y terminé parada en una esquina”, relata en su libro Nuestros cuerpos no se reglamentan. Ese hombre, su proxeneta, la dejó embarazada y utilizaba a su hija como rehén para que Graciela no huyera. Finalmente escapó de él, pero volvió a las calles de Buenos Aires. De nuevo la prostitución, ahora para buscar el sustento de su hija.
El Estado no era una opción, les daba la espalda, así que Collantes comprendió que si querían combatir la trata debían de organizarse y nació AMMAR, la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina, en 1995. Sin embargo en 2003, junto a otras compañeras, decidieron separarse de la organización. “Nos dimos cuenta de que nosotras nunca elegimos esto, y menos reconocer la prostitución como un trabajo más. ¡Un laburo cargado de violencia! ¡Es un modo de supervivencia!”.
Años después formaban AMADH, la Asociación de Mujeres Argentinas por los Derechos Humanos. Su enfoque es diferente, son abolicionistas: consideran que bajo ningún aspecto hay que permitir o legalizar la prostitución. La grieta entre abolicionistas y no abolicionistas —quienes creen en la prostitución libre siempre que una mujer no sea forzada o explotada— sigue abierta. El debate se ha colado en televisiones, pasillos del Senado e, incluso, charlas en escuelas.
“Luchábamos por las leyes. Recorríamos junto a Sonia Sánchez —otra superviviente emblema de la lucha— los ministerios. Buscando alternativas, trabajo. Nada. Veníamos de un mundo muy oscuro, obviamente visibilizamos la problemática. Luego, la ley de trata es muy bonita, pero en realidad no se cumple, no tiene ni presupuesto propio. Las víctimas no tienen asistencia íntegra, ni abogados patrocinados, preparados. Nosotras las acompañamos. Por suerte, los jóvenes piensan diferente”, finaliza.
Alejandra Barbich, psicóloga que trabaja en la Asociación Nuestras Manos, atiende a múltiples víctimas que fueron explotadas por mafias y proxenetas. También a las mujeres supervivientes a las redes de trata o madres que perdieron a sus hijas en manos de “abusadores”, califica la terapeuta. Mujeres que, lejos de olvidar, continúan ayudando a otras; marcando el camino.
“Tiene que ver con la reparación. De cada víctima que rescatas reparas algo propio, es como ayudar a la persona que has perdido. Donde el sufrimiento se transforma en un don. Esa madre que sufrió tiene una especial empatía con las situaciones sufridas. Es la única manera de convivir con ello porque, si lo cierras entonces, se convierte en una piedra muy pesada”, explica Barbich.
Infiltrada en las mafias
La gente entrena diversos deportes en el parque Centenario. Un mástil sin bandera marchito asiste a la escena. Con la luna alta, de entre los árboles, aparece una mujer de ojos azules, tez blanca, media cabeza rapada, la otra media con coleta lila. Kitty Sanders empezó a infiltrase en las mafias de trata cuando tenía 22 años y estudiaba Periodismo en San Petersburgo. Durante ocho años estuvo metida en los peores “prostíbulos” del Este, Rusia; Europa, principalmente, para después pasar a América Latina. Su objetivo era recabar información recogida en obras como la titulada Prolegómenos al libro Carne, y además, rescatar a mujeres. Le costó caro: violaciones, agresiones... Y su cabeza tiene precio.
Ahora persigue a un proxeneta finlandés, Igor, un profesor que fuerza a jóvenes cuando viaja y luego las extorsiona, subastando información a las mafias. Es su próxima “presa”. “La trenza colorida que llevo y los signos marcados eran los mismos que las mujeres vikingas de herencia rusa, denominadas rus, se realizaban cuando eran guerreras. También cazo animales, proxenetas”, manifiesta.
Por las noches recorre las diversas “zonas calientes”, como los barrios de Once o Flores. Hoy toca Constitución. Se coloca una peluca y habla con las chicas. Las mujeres se colocan por esquinas, cada calle tiene su dueño y su precio. Parece que la única presencia masculina son los clientes, pero los proxenetas observan resguardados en alguna ventana o coche. Pronto un joven de sudadera roja silba, la señala, llega otro compañero grandote. Hora de irse. “Con la pandemia y las nuevas leyes cerraron muchos prostíbulos, pero muchos continúan de forma oculta”, cuenta. ¿Pero cuántos hay? ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas?
La batalla se traslada a las redes
Desde la aprobación de la Ley 26.364 —con el objeto de implementar medidas destinadas a prevenir y sancionar la trata de mujeres— en el año 2008 y hasta el 28 de febrero de 2021 se han registrado más de 16.000 víctimas asistidas y rescatadas. En febrero, el 53% de las intervenciones fueron por explotación laboral y el 19%, sexual. Desde que entró en vigor la ley se han registrado más de 9.000 llamadas al 145, el teléfono de asistencia para víctimas de trata. Solo en lo que va de año se han recibido otras 280 peticiones telefónicas de auxilio. Eso son los datos oficiales.
Zaida Gatti, coordinadora del Programa Nacional de Rescate a Víctimas de Trata, creado en el 2008, aclara las cifras. “Es imposible dar un número serio sobre cuántos prostíbulos existen o mujeres hay secuestradas, es decir, solo podemos cuantificar los rescates. Durante el confinamiento no se registró un aumento de estos, pero sí de denuncias”.
“Las investigaciones son mucho más complejas porque antes había movimiento; sin embargo, en la actualidad mutó hacia la explotación vía web. Se sigue otra línea de investigación diferente, mucho más compleja para atraparlos. Captan a hombres, mujeres y menores de edad a través de internet, Facebook, redes sociales... Hasta juegos virtuales. No solo grooming —ciberacoso emprendido por un adulto pederasta—, también las atraen con ofertas laborales engañosas”, añade Gatti.
Guerreras y depredadores
Más de una década poniéndose el chaleco antibalas y no se acostumbra. La gorra, el tapabocas y la última pieza, su glock, el arma que enfunda en el cinturón. Yamila, de la División de Trata de Personas de la Policía Federal, conversa en las taquillas con Rocío, su compañera. Ninguna de las dos acepta publicar sus apellidos, por razones de seguridad. Temas comunes, cotidianos, aunque ambas saben que se avecina otra “jornada de furia”. Solo queda cargar las pinzas y la brecha, un ariete de hierro; lo usan por si se niegan a abrir.
El trayecto hasta Ramos Mejía, en la provincia de Buenos Aires, se hace corto. Junto a al resto del equipo salen de la furgoneta. Barro, perros ladrando, escenario de una villa miseria. “¡Policía!”, gritan. Cristales rotos, puerta derribada.
Dentro, los regentes del prostíbulo no ofrecen resistencia, aunque las chicas explotadas son encontradas en sus habitaciones, visiblemente asustadas. Quizá en unos minutos el alivio sustituya al miedo. Condones por los suelos, camas sin hacer, sabanas sucias, medicamentos, velas, un equipo de música roto... En total, ocho mujeres rescatadas y otras dos detenidas.
“Al principio me resultaba más chocante. Después, uno se profesionaliza e intenta evadirse de esas sensaciones. La visión de un hombre es diferente de la visión de una mujer. No solemos estar vinculadas con actividades sexuales, por tanto sigue siendo chocante cuando entro y veo a un hombre y una mujer manteniendo relaciones sexuales en esas condiciones (…) En realidad no consigues desconectar cuando vuelves a casa, no te detienes en pensar en ti, son muchas causas. Pero a veces, te choca tanto, sobre todo con el tema del grooming o pornografía de menores. En estos casos, los psicólogos y el apoyo familiar son fundamentales”, describe Rocío.
Y aclara: “En realidad mi furia, la rabia, la bronca es cuando los procedimientos no se llevan a cabo, no avanzan. Hay cosas que no dependen de nosotras, que no podemos manejar”.
La Serpico argentina
En 2009, Nancy Miño, policía encubierta como prostituta, denunció a efectivos de la División de Trata de Personas de la Policía Federal por el presunto cobro de sobornos a los dueños de los prostíbulos. Algunos cargos fueron trasladados. Otros continúan. Ante las amenazas de muerte, Miño tuvo que ser protegida durante meses por varios escoltas en el sótano de una organización llamada La Alameda, en Buenos Aires. Fue apodada por los medios locales como la Serpico argentina, en referencia al agente que denunció por corrupción a sus compañeros en Chicago a principios de los años setenta.
“Yo no digo que mis jefes estuvieran involucrados, pero los miembros de la División de Trata con los que yo trabajaba sí extorsionaban a los proxenetas de los clubes en los que estaba infiltrada y de los que obtenía información”, asegura Miño.
En la actualidad, la División se esfuerza por modernizarse, y año tras año intenta dar más espacio a las mujeres que van ocupando sectores antes reservados para los hombres. El comisario Hugo Coria afirma que es esencial que ellas participen en esta labor: “Están formadas y capacitadas a la par que sus compañeros masculinos, y en los allanamientos dirigen sus equipos de trabajo”.
En cuanto a la presunta complicidad de la policía con las mafias, Coria reconoce que la connivencia es un riesgo. “El crimen organizado tiene muchas redes, y el narcotráfico se mezcla con las bandas que explotan sexualmente a las mujeres. Están entrelazadas”.
Rocío interrumpe la conversación. Hay una llamada de emergencia. El fiscal ha aprobado el allanamiento de un burdel en San Justo, a las afueras de Buenos Aires. La agente levanta un pesado ariete de hierro con el que derribará otra puerta y se monta en la camioneta con sus compañeros. Seguramente conseguirán cerrar el prostíbulo, rescatar mujeres, detener proxenetas. Pero la lista es larga.
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