Los otros cuentos que cuenta el Sáhara
Donde el desierto se hunde en el mar puede que empezara la Atlántida, ese continente mitológico del que sobresalen las Islas Canarias. En esa línea imaginaria de la costa indaga el trabajo fotográfico premiado ’80 Miles to Atlantis’, de la artista marroquí Imane Djamil
La fotografía puede escribirse o, más bien, la fotografía puede escribir. Este es el punto de partida del premio Nuevas escrituras de la fotografía ambiental, que organizan la prestigiosa galería francesa Fisheye y el Festival de Fotos de La Gazilly, y que acaban de dar a conocer los tres trabajos destacados de este año. Uno de ellos es 80 Miles to Atlantis (A 80 millas de la Atlántida), con el que la artista marroquí Imane Djamil (Casablanca, 1996) se adentra en los misterios de la ciudad de Tarfaya, donde el Sáhara se funde con el Atlántico. Las otras dos ganadoras son la peruano-francesa Florence Goupil, con un trabajo sobre las plantas medicinales ancestrales a las que los pueblos shipibo-konibo de la Amazonía han recurrido durante la epidemia de covid-19, y la belga Brieuc Weulersse, que pone en imágenes la respuesta científica al calentamiento global.
Lo importante de este galardón, más allá de su repercusión en las carreras profesionales individuales, es que nos invita a prestar atención a realidades que, muchas veces, se esconden en los pliegues de la actualidad o de la historia política. En el caso de 80 Miles to Atlantis (abierta al público en la galería CDA de Casablanca hasta el 22 de marzo), los protagonistas son los chicos y chicas de una pequeña ciudad en ruinas, al sur del bellísimo río Draa, y apenas unos kilómetros al norte de esa gran porción de desierto con conflictos históricos centenarios y que aparece día por medio en los informativos, cuando la pugna limítrofe se reaviva.
Ellos hacen surf, juegan, posan, teatralizan y charlan sobre la arena que se va hundiendo en el horizonte del Atlántico, justo enfrente de las Islas Canarias, en lo que en épocas del Protectorado Español se llamó Villa Bens. Las playas retraídas de Tarfaya van dejando a la vista los muros viejos de encías desvencijadas de lo que fue un enclave comercial inglés, en el siglo XIX (Port Victoria), y del que sobrevive una construcción fantasmagórica llamada Casa del Mar, que emerge entre las aguas del mito platónico, tal como la representa la elocuente fotografía de Djamil.
Lo que Djamil evoca en el título de la serie es la posibilidad del misterio y cómo sus habitantes interactúan con él en su vida cotidiana
Poco importa si hay alguna verdad o no en la noción de que la Atlántida fue aquella mítica isla continental hundida cuyas cumbres asoman hoy en forma de archipiélago canario. Lo que Djamil evoca en el título de la serie es la posibilidad del misterio y cómo sus habitantes interactúan con él en su vida cotidiana. O los diálogos que pueden mantener con los restos del pasado conocido, porque al misterio de la leyenda, los expedicionarios y explotadores del gran Sáhara le agregaron capas de existencia y personajes literarios, como algunos de El correo del Sur o El Principito, nacidos seguramente de las vivencias de su autor, Antoine de Saint Exupéry. Este residió allí a finales de la década de los años veinte, pues fue el encargado de la escala de transporte aéreo de la Compagnie générale aéropostale, que cubría la ruta comercial entre Toulouse (Francia) y Saint Louis (Senegal).
Imane Djamil –cofundadora del colectivo de artistas KOZ– llegó por primera vez a Tarfaya con 16 años, tras viajar casi un día completo, en bus, desde Casablanca, e hizo una prospección fotográfica a la vez que se unió a un grupo de amigos que mantiene a través de los años y que la vinculan con una sociedad tan diferente a las urbanitas del centro de Marruecos. Allí alguien le dijo, una vez, que sus fotografías, al igual que los escritos de Platón sobre la Atlántida, podrían ser algunas de las últimas pruebas de la existencia de la costa de Tarfaya.
Estos serían los testimonios del mestizaje entre las pretensiones del desarrollo urbano, los despojos arquitectónicos y sociales del pasado colonial y el paisaje que siempre se impone a las miserias. A ello se suman las ficciones y las versiones de la historia, a través del ojo atento, pero con control artístico de Djamil, que limita sus capturas para dedicarle a cada una un tiempo sin prisas ni repeticiones vanas.
“Geografías mentales”: así nombra Imane Djamil su acercamiento al objeto de búsqueda poética y visual. ¿La razón? Que en su forma de narrar fotográficamente intenta ensamblar lo que de verdad se ve –con todas sus capas interculturales e históricas– con aquello que es elusivo, que podría suceder o no, y que quizá sea imaginario. Esas “topografías nuevas”, en palabras de la comisaria, Tina Barouti, para el catálogo de la exposición, devienen del interés de Imane por “los lugares en transición postraumática, que la conducen hacia una visión a mitad de camino entre lo íntimo y los cuentos visuales”.
Entre los escenarios elegidos, hay una piscina vacía, rodeada de chicos haciendo piruetas, quizá como una metáfora de aquello a lo que se arrojan tantos adolescentes llenos de vida y de frustraciones en las ciudades del litoral africano; también la sala de un viejo teatro en un tríptico evocador, con un auditorio verdadero y otro imaginado, bajo un techo que ha volado (o sea que las ideas pueden llegar al cielo), sobre un suelo de escombros. Mientras, en otra puesta en escena entre ruinas arquitectónicas de muchas épocas con significados diferentes, alguien sopla las velas de su 27º cumpleaños. A pesar de los fantasmas, también hay compromisos matrimoniales frente al espejo, además de un patio de juegos, que es cualquier lugar en el que un grupo de amigos elige otro desenlace para una historia, todo tamizado por el aire de sal, entre los azules liláceos del Atlántico y el color de la arena.
Djamil escoge Tarfaya porque lo siente un lugar propio (en el que seguirá trabajando), como antes fueron Sarajevo, la costa oeste de los Estados Unidos, Alicante o el lago Oulfa, un gran espacio desconocido de su propia ciudad, Casablanca, sobre el que todavía escribe. Estos sitios se convierten, según Barouti, en “microcosmos conceptuales en los que la historia engendra un diálogo metafórico con las anécdotas personales o políticas”. Y es verdad que Imane Djamil habita todos los espacios con una mirada poética que se plasma en fotografías, textos y performances. Aunque esté de paso.
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