Abolir la pena capital: asignatura pendiente en 90 países
La Comisión Internacional contra la Pena de Muerte critica en su décimo aniversario la falta de transparencia en las ejecuciones cometidas y la “ligereza” con la que, en muchas ocasiones, se condena a la silla eléctrica
Joaquín José Martínez estuvo tres años en el corredor de la muerte por un doble asesinato que no cometió. Tenía 24 años, un buen coche, una casa en la playa y dinero. “Había cumplido el sueño americano”, cuenta desde Valencia, su actual residencia. Todo parecía rodar hasta que fue detenido en Tampa, Florida, en 1996. La mujer de la que se estaba divorciando entonces le acusó y aportó un vídeo inaudible en el que, supuestamente, él se confesaba culpable del crimen. Eso fue suficiente para condenarlo a la silla eléctrica.
“Era un caso que estaba llamando mucho la atención de la prensa y necesitaban encontrar un culpable pronto. Yo era hispano, ya sabes, ¿no?”, narra. El 6 de junio de 2001 demostraron su inocencia y desde entonces combina la crianza de sus siete hijos y tres nietos, su trabajo como informático y el activismo contra la pena capital, que aún es legal en 90 países y se practica regularmente en 18. “Ejecutar solo lleva a la revancha. Además, el sistema judicial tiene muchos fallos, como se demostró en mi caso. Esta sentencia se lleva por delante a muchos inocentes, la mayoría de etnias diferentes”, resume un par de días antes del Día Mundial contra la Pena de Muerte, que se conmemora este sábado.
Aunque la mayoría de países han abolido la pena capital (107), otros 90 aún la mantienen vigente en su legislación —incluyendo Palestina y Taiwán—, si bien 46 naciones de esta categoría no han condenado a muerte en los últimos 10 años y en Brasil, Burkina Faso, Chile, El Salvador, Guatemala, Israel, Kazajistán y Perú este castigo está reservado exclusivamente para crímenes excepcionales como aquellos cometidos durante regímenes militares. Es decir, en 36 países se practica de facto esta condena para los autores de crímenes ordinarios como los asesinatos. Entre ellos: China, Japón, Estados Unidos, India y Tailandia. La mitad de estos ejecutaron a presos en 2019.
Fueron 32 en Egipto, 22 en Estados Unidos, tres en Japón y otro largo etcétera de estimaciones en Arabia Saudí, Iraq o Irán, donde “al menos” se ejecutaron un centenar de personas por país en el último año. El caso de China es inestimable. La Comisión Internacional contra la Pena de Muerte (ICDP) calcula que “miles” de chinos están esperando su condena. Pero estas cifras están catalogadas como secreto de Estado y, por tanto, es prácticamente imposible acceder a un número certero. Exceptuando China, se calcula que 546 personas murieron ejecutadas en 19 países en el ejercicio anterior. Y según datos de Amnistía Internacional, 26.604 presos esperan la inyección letal en todo el mundo.
La transparencia es clave, pero escasea. “China es el país donde más ejecuciones se llevan a cabo”, asegura Narayan, “y aunque llevamos años dialogando con las autoridades pertinentes, la falta de organizaciones independientes que lleven a cabo el conteo lo dificulta mucho todo”. Como el gigante asiático, Corea del Norte, Vietnam, Arabia Saudí Pakistán, Libia y Siria figuran entre los menos transparentes. Es por ello que la prensa juega un papel fundamental. “Los medios de comunicación deberían de hacer énfasis en las situaciones excepcionales llevadas a cabo por la arbitrariedad, como pasa en Estado Unidos. Muchos de los siete hombres ejecutados por las autoridades federales [de julio a octubre] tenían muchas razones para seguir vivos”.
En el país americano, la pena de muerte depende de cada uno de los estados. En lo que va de año se han llevado a cabo 14 ejecuciones, la mayoría en Texas, Virginia, Oklahoma, Florida, Montana y Alabama. Pero, en julio, el Tribunal Supremo autorizó las primeras ejecuciones federales en los últimos 17 años. Y hasta octubre, ya van siete, según ICDP. La organización con base en Madrid, cumple esta semana su décimo aniversario en la lucha contra “la forma de hacer justicia más injustificable”, en palabras de sus miembros.
Martínez se convirtió en el primer europeo en salir del corredor de la muerte de EE. UU. Y tras él, al menos otras 170 personas demostraron su inocencia meses o incluso años después de ser condenados. La mayoría, pertenecen a grupos minoritarios o extranjeros. Un patrón que chirría a Rajiv Narayan, director de Políticas de la ICDP: “Muchos no pueden permitirse una buena defensa o no son conscientes siquiera de sus derechos. Y esto no pasa solo en el país norteamericano, es una dinámica generalizada”. Y añade: “El hecho de que Estados Unidos, que clama tener un riguroso sistema judicial, acumule tantos casos de personas injustamente enviadas al corredor nos preocupa. Puede haber muchos más”.
La presión internacional
Martínez lleva casi 20 años contando su historia: cómo perdió la fe en todo tras su condena, cómo pasó de defender la pena de muerte a convertirse en activista, cómo maldijo las leyes estadounidenses… Y, sin embargo, hay algo que aún se le hace nudo en la garganta: las visitas a sus compañeros en el corredor. Los hijos de los presos midiendo lo mucho que les extrañan, la voz quebrada de los padres y sus promesas de encontrar un buen abogado. “La pena de muerte es un castigo para muchos. No solo para el condenado”, lamenta, “Es injustificable, sea el caso que sea y te coloques en el lado de la víctima o del verdugo”.
Lo afirma desde la experiencia. Dos años después de ser liberado, su padre, Joaquín, falleció atropellado por una moto. El conductor era un joven de 17 años que “iba demasiado rápido”. Cuando le dieron el pésame en el hospital, la rabia se apoderó de él. “Me habían arrebatado a mi Superman y no se lo podía perdonar”, recuerda con dolor. “Me enfadé tanto que empecé a gritarle a mi madre que lo mataría, que lo iba a buscar para matarlo”. Ella le agarró de la cara y le dijo: “¿Acaso no has aprendido nada?”. “Nada me iba a quitar la pena. Pero la muerte de ese joven, menos”, zanja.
Kazajistán, ¿el próximo en abolir la pena de muerte?
El pasado 24 de septiembre, Kazajistán firmó el Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, por el que se comprometía a abolir la pena de muerte. Es el primer gran paso de varios. El siguiente es que sea ratificado por el Parlamento. Y a partir de entonces, se podrá modificar la ley. El país asiático lleva desde 2003 contemplando ampliar indefinidamente la moratoria sobre pena de muerte en su legislación nacional –que la considera pertinente en 17 crímenes–. Y aunque Narayan se muestra optimista, conoce los tiempos en el proceso: “Todo apunta a que sea el próximo en unirse. Esperamos que su decisión impulse las opciones de Asia Central de convertirse en una región libre de la pena de muerte”.
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