Pensar cansa, por eso el escándalo gobierna el debate público
Es absurdo que para frenar los casos de corrupción y acoso sexual se entregue el poder a partidos con un historial de corrupción y que se oponen a los derechos de las mujeres


Quienes fuimos niños durante la dictadura recordamos un periódico singular: El Caso. Aquel semanario lleno de crímenes escabrosos era un éxito de ventas. Mientras relataba con detalle sangrientos asesinatos, robos, secuestros y desapariciones, guardaba un silencio absoluto sobre el crimen mayor y estructural que organizaba la vida de todos: la propia dictadura. El horror privado ocupaba el espacio público; el horror político quedaba fuera de plano.
Hoy vivimos en una democracia consolidada, incomparable a aquel régimen. Pero una buena parte de la prensa alimenta cada día la sustitución de lo político por lo penal, de lo estructural por lo episódico, del debate sobre el rumbo colectivo por el morbo sobre comportamientos individuales. Y cuando se discute de política se habla mucho más de las personas singulares (de lo bien o lo mal que nos caen) que de las políticas públicas que promueven. Por supuesto que eso ocurre, en buena medida, gracias a nuestra inconsciente colaboración: porque quienes seguimos los medios de comunicación leemos o escuchamos con avidez esas noticias y apenas atendemos a las sesudas explicaciones (cuando las hay) sobre las políticas en torno a la Universidad, la sanidad o la tecnología.
Y no es algo que vaya a cambiar fácilmente, porque está en nuestra naturaleza. Como recuerda Will Storr, los seres humanos estamos casi obsesionados con el estatus propio y ajeno. Desde las tribus cazadoras-recolectoras hasta los periódicos modernos, prestamos una atención desproporcionada a las infracciones morales cometidas por personas de alto estatus, y aún más a sus caídas. No es un rasgo nuevo ni específicamente político: es un legado de nuestro pasado evolutivo. Los estudios muestran que incluso especies como los cuervos siguen con especial interés los cotilleos sobre otros individuos, sobre todo cuando alguien pierde posición en la jerarquía. En ese sentido, cuando, como periodistas o como consumidores de información, reaccionamos con fascinación ante la caída de un poderoso, no hacemos nada muy distinto de lo que hacen las bandadas de cuervos.
También está en nuestra naturaleza el olvido del denominador. El denominador es lo que generalmente no muestran los medios de comunicación, porque es tan abundante que no nos llama la atención. Si un inmigrante comete un delito será noticia, si 100.000 inmigrantes acuden a sus trabajos y pagan sus impuestos contribuyendo a incrementar nuestra riqueza cultural, social y económica, no abrirán ningún telediario. El truco del trilero xenófobo consiste en que no miremos el denominador, es decir el conjunto total de inmigrantes, y para eso cuenta con la ayuda inconsciente de nuestros sesgos cognitivos, de las limitaciones naturales del cerebro humano.
Esa querencia natural de nuestro cerebro por el numerador, es decir, por lo que se ve, nos suele gastar malas pasadas. Lo mismo que un euro puede taparnos el sol, los 12 millones de euros gastados con las tarjetas black por los consejeros de Bankia taparon en la conciencia de la ciudadanía los 22.000 millones de euros del rescate de la entidad. Así que, atrapada nuestra atención por lo que los consejeros de Bankia se habían llevado, nos ahorraron la explicación realmente importante: la que hubieran debido dar quienes defendían aquel modelo de economía financiera ante jueces y periodistas que, por cierto, como casi todos, estaban demasiado entretenidos en ese momento contemplando el gasto en viajes, puros y comidas de los consejeros.
Pensar es costoso y cansado. Nuestro cerebro supone el 2% del peso total de nuestro cuerpo, pero consume el 20% de nuestra energía. Y así, para no molestarnos en gastar energía tratando de comprender los mecanismos de la economía, todos, ciudadanos, representantes, jueces y periodistas, nos conformamos con la historia de las tarjetas, porque nuestra comprensión de los mecanismos de la codicia o del sexo ya viene de fábrica y no requiere mayor esfuerzo. Y así, sin esfuerzo, dejamos que se incubara tranquilamente la siguiente crisis que enviaría al paro y a la pobreza a millones de personas en todo el mundo.
Los seres humanos pensamos con lo que tenemos presente en el primer plano de la conciencia. El psicólogo y Premio Nobel de Economía Daniel Kahneman lo llama la “heurística de la disponibilidad”. Así funcionan los trileros: nos despluman mientras miramos la bolita, fascinados y sin pensar. Ciertamente, no siempre los que nos muestran la bolita son los que nos roban la cartera al descuido, aunque, a veces, trabajan conjuntamente. Un ejemplo de ello es la propuesta de que, para frenar el escándalo que producen recientes casos de corrupción y acoso sexual, se entregue el poder a partidos que tienen un glorioso historial de corrupción y se han opuesto —y se oponen— a las leyes y a los avances en favor de los derechos de las mujeres impulsados por quienes componen y apoyan al actual Gobierno.
Para que esa nueva mayoría sea posible resulta decisivo convencer a muchas mujeres —lo que no les está resultando tan fácil— de que unos casos lamentables de conducta desviada no son una excepción, sino la norma. Se obvia así un hecho fundamental: si estos casos provocan escándalo es precisamente porque se desvían de la norma social que las fuerzas progresistas han defendido y sigue defendiendo con tesón.
Lo que ocurre con el acoso tiene su paralelo con la corrupción. Casos lamentables. Materia para los jueces. Alimento espiritual para esos instintos que los humanos compartimos con otros animales como los cuervos. Esa fascinación por ver caer desde lo alto. Pero cuando la indignación por el delito domina el juicio, la justicia garantista se percibe como insuficiente. No basta con aplicar el Código Penal a los que han actuado mal: se reclama un castigo moral o político sin poner límites, capaz de calmar una ira también sin límites. No basta con haberlos expulsado; se castiga el haberlos tenido. El sesgo de la explicación retrospectiva de nuestro cerebro facilita ese deslizamiento: una vez conocido el delito, todo parece haber sido evidente mucho antes para todos y alguien debió impedirlo preventivamente.
Pero ni el acoso ni la corrupción son políticas de las fuerzas progresistas que componen la actual mayoría de investidura, sino traiciones a sus principios políticos. Y ninguna institución humana, incluida la Iglesia, está exenta de que en sus filas haya personas que traicionen la causa que esa institución defiende. Si un partido promete que nunca tendrá corruptos en sus filas, que jamás alguien de los suyos abusará de su poder, además de no creerle, hay que decirle: “Vale, pero ¿qué vas a hacer con la sanidad pública, o con la vivienda o las pensiones?”. El material humano iguala a todos los partidos; lo que les diferencia son las políticas que promueven. Mientras los trileros nos entretienen mostrándonos la bolita por capítulos, entregamos distraídos nuestra sanidad y nuestra universidad pública a la codicia de unos cuantos. Como ocurría con El Caso en mi infancia, ahora que soy sexagenario me encuentro con que contándonos escabrosos casos de corrupción nos tratan de ocultar el mayor de ellos.
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