Destripadores de crímenes
La crónica negra tuvo su auge en la posguerra gracias al semanario ‘El Caso’, cuya época dorada vemos ahora en la recién estrenada serie de TVE.
En la España de la posguerra, con los miembros de la censura siempre expectantes, un grupo de periodistas husmeaba en comisarías y cuartelillos, juzgados, cementerios, depósitos de cadáveres, hospitales, estaciones de bomberos, calles de pueblos y ciudades, hasta recabar todos los detalles de asesinatos, robos y estafas, para llenar con esas historias un manojo de hojas insólitas que informaban y entretenían a la gente. Todos los miembros de la redacción de El Caso seguían la directriz primaria del reporterismo: “si no te responden, insiste; si te echan de un sitio, vuelve; aunque te larguen a patadas, tienes que regresar; quien busca, encuentra. Cada dificultad supone un estímulo.” Entonces, después de la ardua búsqueda, encendían un cigarrillo, se sentaban ante sus máquinas de escribir para “cervantear” los sucesos (con una dosis de morbo y misterio), seleccionaban una buena foto y luego, cuando las rotativas ya estaban en marcha, se iban al bar.
Desde 1952 y hasta principios de los años 80 del siglo pasado, las huellas de la historia contemporánea de este país estaban adheridas a unas páginas tan macabras como reales, a las que solía escurrirles unas gotas de sangre, que eran manoseadas con avidez hasta por los analfabetos. El Caso dejó de imprimirse en 1997, pero para entonces la sociedad democrática había desterrado al crimen de sus principales intereses y la popularidad del tabloide era cosa del pasado. “La diferencia entre buenos y malos empezó a contemplarse desde otra óptica. El delincuente ya no lo era tanto. Había que considerarlo en muchas ocasiones víctima de unas circunstancias adversas que le habían empujado a transgredir. Las prisiones empezaron a verse como centros rehabilitadores de cara a la reinserción”, explica Juan S. Rada en 60 aniversario. El caso. Semanario de sucesos (Grupo Editorial 33), un libro con la historia de la publicación y la edición facsimilar de algunos de sus ejemplares, publicado hace cuatro años.
“La tirada se incrementó rápidamente y disminuyeron las penurias económicas, lo que permitió la incorporación de varios profesionales más. A los tres meses había superado los 100.000 ejemplares y poco tiempo después doblaba dicha cifra. Su estructura empresarial mostraba una singularidad: coste material bajo, moderno sistema de distribución y temática diferente en sus crónicas. Durante 11 años mantuvo el precio inicial de dos pesetas”, añade el autor.
Una inmersión en el día a día de su “época dorada” podemos verla ahora en la pantalla chica gracias a la serie de Televisión Española El Caso. Crónica de sucesos, en donde un viejo periodista (y ex policía) y una periodista novata (y niña bien) investigan (o destripan) un crimen que siempre llega a la portada del periódico fundado por Eugenio Suárez. “La limitación de un crimen por semana obligó a los forzados redactores de El Caso a emplearse a fondo para sacarle el máximo partido. Fueron auténticos precursores de lo que ahora se denomina periodismo de investigación. Profundizaban en el análisis de un extenso sector de delitos que pudieran superar el estricto control vigente: robos, desfalcos, estafas, malversaciones, sobornos, timos, fraudes, trampas y un largo rosario de fechorías. Había que salvar las barreras impuestas a base de ingenio y decisión”, recuerda en su libro Juan S. Rada.
Pero, ¿por qué la dictadura aprobó, e incluso alentó, el desarrollo de El Caso? ¿Difundir los delitos era una forma de prevenirlos? “Franco lo permitió”, dijo una vez Francisco Umbral, “porque pensaba que la población, distraída con el crimen de la portera, la gata con alas o el hongo milagroso, se iba a despolitizar, como así fue.”
La información de las tragedias y los melodramas que ahí se contaban, algunos de ellos llevados al cine, se obtenía gracias a las buenas relaciones de los reporteros con la policía y a la “red de soplones” extendida por toda España que veía en El Caso el paladín del esclarecimiento y no dudaba en llamar a su Redacción antes que a la comisaría. Una de sus plumas más famosas fue Margarita Landi, quien reporteaba y escriba con una frialdad y un humor que enganchaban.
En realidad, Landi se llamaba Margarita Verdugo Díez. Era famosa por su cabellera rubia, el coche descapotable en el que se transportaba y por su elegante bolso, donde lo mismo guardaba una polvera que la pipa que solía fumar o una pistola. Antes de dedicarse a los sucesos, Margarita Landi trabajó en una revista de modas. Ya en El Caso, era una asidua de la Brigada Criminal, cuyos miembros acostumbraban darle grandes historias, como el crimen de la tinaja, el asesinato de Silió, el violador de ancianas y el misterio de la mano cortada.
“A mí ya no me sorprende nada; a estas alturas hay situaciones que me conmueven, pero no me sorprenden. Sé que matar es fácil, que todos podemos hacerlo por buenos y pacientes que seamos; sé también que hay seres malvados que asesinan con sevicia por el menor motivo y que, a su vez, pueden morir porque con su maldad incitan al crimen; sé también que no es preciso tener licencia de uso de armas para acabar con la vida del prójimo, porque cualquier cosa sirve para matar: las manos, los pies, los dientes, una silla, una, una botella, una plancha, el cuchillo, el veneno, el agua, el gas, la piedra, el hacha…”, escribió la periodista después de 35 años de especialización en Crónica sangrienta (Temas de Hoy), sus memorias publicadas en 1990, en cuyas páginas, además, concluyó: “por mi trabajo he aprendido muchas cosas: que hay crímenes perfectos, ¡y muchos!, y que hay condenas y absoluciones injustas, porque una cosa es la Ley y otra la Justicia, que no siempre el bueno es el muerto y que, a veces, es más patética la situación en que queda la familia del homicida que la de la víctima.”
Babelia
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