Blindajes de pergamino en la Constitución
Proteger derechos en la Ley Fundamental contiene un mensaje desmovilizador de la capacidad de las luchas sociales


Ante las dificultades para garantizar el ejercicio pleno de derechos reconocidos en las leyes, algunas propuestas apuntan a la fórmula, en apariencia garantista, de blindar constitucionalmente estos derechos. Así, ante el incumplimiento del mandato que la Constitución hace a los poderes públicos para que garanticen el acceso a una vivienda digna y adecuada, algunas voces propugnan su ascenso constitucional, del artículo 47 a la condición de derecho fundamental, exigible ante los tribunales.
Esa idea del blindaje constitucional apareció por primera vez en momentos en que España sufría un desempleo desbocado y a alguien se le ocurrió la brillante idea de proteger constitucionalmente el derecho al empleo de todas las personas. Más recientemente, se ha sugerido una controvertida reforma constitucional para blindar el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo ante la ofensiva de las derechas contra esta conquista de las mujeres. En este caso, además, la idea resulta bastante peregrina porque, de llevarse a cabo la reforma propuesta, el aborto pasaría a tener una menor tutela constitucional.
También hay quien defiende que la revalorización anual de las pensiones debería garantizarse con una reforma constitucional que asegure para siempre la revalorización, con independencia de la situación económica y política de cada momento.
Este tipo de bienintencionadas propuestas responden a una curiosa concepción de la sociedad, en la que confluyen la simplificación de problemas socialmente complejos, una mitificación del poder de las leyes y la ingenuidad de considerar que las constituciones son como las tablas de la Ley de Dios.
Pensar que el texto de una norma, aunque tenga el rango y la capacidad de obligar de la Constitución, está protegido de los vaivenes de la economía y la sociedad es un acto de voluntarismo cargado de candidez. Además, comporta una concepción antipolítica de la política, al pretender la fosilización de la vida social.
La Constitución, redactada en un momento irrepetible de nuestra historia, se ha convertido en un bien común a proteger. Es cierto que hay aspectos, como los referidos al sistema educativo y la injerencia de la religión en las escuelas, o la estructura territorial del Estado —por citar algunos— que son manifiestamente mejorables. También que gran parte de los avances sociales, cívicos y políticos conquistados en las últimas décadas han sido posibles, entre otros factores, por el texto constitucional y la interpretación que de él hicieron los primeros tribunales constitucionales.
Pero no deberíamos obviar que la jurisprudencia constitucional es fruto de la “realidad social del momento” a la que alude el Código Civil como criterio interpretativo de las leyes. Un concepto jurídico que tiene raíces comunes con eso que los clásicos llamaban correlación de fuerzas, una idea incomprensiblemente olvidada por algunos sectores de la izquierda.
Hoy, esa realidad social —léase correlación de fuerzas— cada vez más global favorece procesos destituyentes como los impulsados por las derechas patrias. En algunos casos con éxito. Por ejemplo, en la interpretación del artículo 2 de la Ley Fundamental y el complejo equilibrio que establece entre unidad nacional y una autonomía que apuntaba a la diversidad —nacionalidades y regiones— sin obviar la exigencia de igualdad de las personas.
La Constitución de 1978 es expresión del equilibrio de fuerzas del momento y fruto de un pacto de impotencias compartidas: la de los continuistas del franquismo sin Franco y la de las fuerzas democráticas rupturistas. El resultado es un texto en muchos aspectos abierto —en otros, como la forma de Estado, mucho menos— que ampara las diferentes concepciones políticas que caben en una sociedad democrática. Como debe ser, por cierto.
Pero el temor de que se pudiera repetir nuestra dramática historia constitucional llevó a los constituyentes a establecer requisitos muy exigentes para su reforma. Algunas voces se quejan de esa rigidez y no les falta razón. Aunque con los vientos que recorren España y el mundo quizás deberíamos considerarlo un regalo del cielo. Mucho me temo que, de abrirse hoy una reforma constitucional de calado, el resultado sería mucho más regresivo que el de hace cinco décadas.
Por eso, sorprende que haya quienes consideren viable políticamente este tipo de blindajes, dada la actual correlación de fuerzas. Pero lo más significativo es que, en el improbable supuesto de prosperar serían blindajes de pergamino. Dice la sabiduría popular que el papel lo aguanta todo, y el pergamino es más resistente que el papiro, pero no hasta el punto de garantizar para siempre el ejercicio de los derechos.
La idea del blindaje contiene un mensaje desmovilizador. Nos conduce a pensar y confiar en que, una vez conquistados, los derechos perduran por los siglos de los siglos. Conviene recordar que, como siempre a lo largo de la historia, la conquista, consolidación y defensa de derechos no es para toda la vida. Cada generación debe librar sus propias batallas. Las izquierdas deberíamos confiar mucho más en la capacidad de las luchas sociales y su vertebración política que en un texto constitucional convertido en una especie de tablas de Moisés.
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