EE UU va ganando, de momento
Trump está renunciando a las ventajas estratégicas de la economía estadounidense a cambio de obtener ganancias tácticas

Estados Unidos está ganando la partida. O al menos eso parece a juzgar por los índices bursátiles y el número de países que hacen cola para firmar acuerdos con el presidente Donald Trump.
La economía estadounidense crece más deprisa que las de sus aliados. Las bolsas no dejan de alcanzar máximos históricos. Los países asiáticos y del Golfo se han comprometido a invertir billones de dólares durante la presidencia de Trump. El Reino Unido, la Unión Europea y varios países del sudeste asiático han ofrecido acuerdos comerciales no recíprocos. Canadá ha dado marcha atrás en su plan de fijar un impuesto sobre los servicios digitales. Japón ha hecho concesiones unilaterales a propósito de los aranceles automovilísticos y Nippon Steel. Las farmacéuticas europeas están trasladando su producción a Estados Unidos para evitar represalias arancelarias. Si a eso se unen el auge del gasto en inteligencia artificial y el enorme déficit público —facilitado por la condición actual del dólar como moneda de reserva mundial—, está claro que los mercados siguen apostando por la liquidez y el crecimiento de Estados Unidos.
Es un momento emocionante. Pero, aunque el panorama a corto plazo parece sólido, Estados Unidos está renunciando sistemáticamente a sus ventajas estratégicas a largo plazo a cambio de obtener ganancias tácticas y acumulando unos costes que no se verán del todo hasta que sea demasiado tarde para invertir el rumbo.
El primer ejemplo es la inmigración. Durante décadas, la piedra angular del dominio tecnológico y económico de Estados Unidos, de su poder blando, ha sido su capacidad de atraer a las mejores cabezas de todo el mundo. Numerosos ingenieros, científicos y empresarios de talento decidían ir a Estados Unidos porque prometía oportunidades, apertura y meritocracia, una oportunidad razonable de alcanzar el sueño americano. Ahora, la alfombra de bienvenida está deshilachándose. El Gobierno de Trump tiene una política cada vez más hostil hacia la inmigración (da igual que sea legal o ilegal, cualificada o no cualificada), entre los estadounidenses se están extendiendo las posturas nativistas y cada vez hay más incertidumbre sobre las libertades civiles (especialmente para los inmigrantes no blancos). Mientras tanto, China ha instaurado nuevos visados concebidos explícitamente para quitarle a Estados Unidos trabajadores muy cualificados y Canadá está llenando los aeropuertos de ofertas de contratación. Si Estados Unidos empieza a ser, para los mejores profesionales mundiales, un destino menos atractivo que sus competidores, es evidente el perjuicio económico que supondrá a largo plazo.
Luego están las universidades. Es cierto que muchos departamentos de humanidades estaban intelectualmente aislados y políticamente secuestrados. Hacía mucho tiempo que era necesario hacer algo respecto a esas cajas de resonancia de ideologías marginales. Pero el Gobierno de Trump ha ido mucho más allá y ha hecho graves recortes en las infraestructuras de investigación de las mejores universidades de Estados Unidos (y del mundo). Esas instituciones son las que mantienen a Estados Unidos en la vanguardia de la ciencia y la tecnología avanzadas y atraen a los mejores estudiantes de todo el mundo, los que, el día de mañana, serán los principales investigadores, inventores y emprendedores. Debilitar ese ecosistema significa socavar uno de los pilares más importantes de la economía estadounidense. Los ataques del Gobierno a las universidades son un reflejo del deterioro creciente de la confianza pública en la propia ciencia. La extensión del escepticismo hacia las vacunas, la popularidad de las teorías conspiranoicas y el rechazo deliberado de los conocimientos no son meras extravagancias culturales, sino una desventaja estructural a la hora de competir con países en los que sigue habiendo una fe sólida en la investigación y la tecnología. Esas posturas hacen que los estadounidenses tengan menos capacidad de creer en la próxima oleada de innovación y mucho menos aún de impulsarla.
Veamos qué pasa con la inteligencia artificial. Estados Unidos está avanzando rápidamente en la IA relacionada con el consumidor (chatbots, algoritmos de redes sociales que sacan el máximo rendimiento a la participación, herramientas generativas para presentar contenidos todavía más adictivos, modelos lingüísticos cada vez más amplios que presumen de estar un paso más cerca de la superinteligencia), porque eso es lo que da dinero. Pero estas tecnologías también están fragmentando la sociedad, aumentando la desinformación y seguramente contribuyendo a una especie de psicosis colectiva. En cambio, China ha separado el desarrollo de la IA de las aplicaciones relacionadas con el consumidor para centrarse en los usos industriales y de defensa, que entrañan menos peligros de fragmentación social y más ventajas estratégicas.
La energía es un caso similar. Estados Unidos se ha convertido en el petroestado más poderoso del mundo y produce más petróleo, gas y carbón que cualquier otro país. Eso no es necesariamente un problema: los combustibles fósiles todavía seguirán alimentando los centros de datos, la agricultura y la industria pesada durante varias décadas. El problema es que Estados Unidos ha cedido el liderazgo en materia de energía poscarbono a China, que ya ocupa el primer lugar en la tecnología de las baterías, la energía solar, la energía nuclear de última generación y las cadenas de suministro de minerales críticos. Estados Unidos está redoblando su apuesta por los hidrocarburos e ignorando el futuro de la energía.
Pasemos a la política comercial. El Gobierno de Trump está imponiendo los aranceles más altos que ha fijado Estados Unidos desde hace un siglo, incluidos un arancel del 200% a las importaciones farmacéuticas y otro del 50% al cobre, dos sectores en los que Estados Unidos carece de capacidad para aumentar la producción nacional con la rapidez suficiente como para evitar la escasez o la inflación. El resultado es un impuesto regresivo de aproximadamente el 17% a cargo de las empresas y los consumidores estadounidenses, que se ven obligados a pagar más por los bienes intermedios y los productos finales. Si a eso se añade el brusco giro hacia una política industrial y el capitalismo de Estado, se ve que Estados Unidos está apartándose de los principios del libre mercado que han hecho históricamente que su economía fuera tan competitiva. En muchas ocasiones puede justificarse la intervención selectiva del Gobierno en determinados sectores (por ejemplo, los semiconductores o la banca) por motivos específicos (como la seguridad nacional o la estabilidad financiera), pero el proteccionismo generalizado y la intervención estatal tienden a hacer que las economías, con el tiempo, no sea más dinámicas sino menos.
Este pensamiento cortoplacista se extiende a la geopolítica. La mayoría de los países están dispuestos a conceder victorias al presidente Trump —algunas pírricas, otras de peso— para evitar una confrontación abierta. Pero esos mismos países, al mismo tiempo, están trabajando para asegurarse de no estar nunca más en esa situación. La Unión Europea ha firmado acuerdos comerciales con Mercosur, México e Indonesia. Brasil está intensificando sus lazos económicos con Europa, China y Canadá. India está esforzándose en estabilizar las relaciones con China y acelerando proyectos de infraestructuras que reducen su dependencia de los mercados estadounidenses. Arabia Saudí ha firmado un acuerdo nuclear con Pakistán para protegerse contra un posible abandono de Washington en el futuro en materia de seguridad.
Estas medidas de protección no son gratis: exigen años de capital político, miles de millones de dólares en inversiones y una nueva arquitectura institucional. Una vez establecidas, son difíciles de revertir. Pero muchos países han aprendido por las malas que la política estadounidense puede cambiar de rumbo con cada ciclo electoral, casi sin continuidad política ni planificación estratégica a largo plazo, y están construyendo alternativas al mismo tiempo que aplacan a Washington de momento. Cada cuatro años, hay un 50% de probabilidades de que todo cambie, no solo los ganadores y los perdedores, sino también las reglas del juego. Esa volatilidad estructural va minando poco a poco la influencia de Estados Unidos, aunque por ahora esté beneficiando a la mayor economía del mundo.
Por eso, cuando nos preguntamos si Estados Unidos va a continuar por delante de sus aliados y adversarios, la respuesta depende del horizonte temporal. ¿A corto plazo? Por supuesto. Estados Unidos sigue siendo, con diferencia, el país más poderoso del mundo, así que hay mucho margen de daño antes de que se llegue al declive estructural. Además, la inteligencia artificial está a punto de cambiarlo todo y Estados Unidos es una de las dos grandes potencias en este ámbito (la otra es China), además de socio preferido de la mayor parte de Occidente y de algunas zonas del Sur Global.
Sin embargo, a largo plazo, la trayectoria es preocupante. Las ventajas de las que ha disfrutado históricamente Estados Unidos especto a otros países —mejores infraestructuras físicas e institucionales, una demografía más favorable, impulsada en parte por la inmigración, la tolerancia de la población hacia las desigualdades apoyada en la imagen de meritocracia, más capacidad de emprender gastos deficitarios— están emprendiendo un rumbo equivocado y probablemente insostenible. China, a pesar de tener una posición más débil en el mundo, está haciendo todo lo posible por aprovechar esos cambios. Y, aunque Pekín tiene que resolver sus propios problemas estructurales, le beneficia la percepción —cada vez más real— de que posee una visión a largo plazo, mientras que Estados Unidos solo piensa en las próximas elecciones.
Lo más preocupante es tal vez lo único en lo que están de acuerdo todos en un país profundamente dividido: que la mayor amenaza que sufre Estados Unidos es interna. Lo que pasa es que no se ponen de acuerdo en quién es esa amenaza. Esa decisión de volver la mirada hacia dentro garantiza que los estadounidenses van a dedicar la mayor parte de sus energías y su atención a las batallas políticas internas y no a las inversiones profundas y pacientes —en personas, instituciones, investigación e infraestructuras— que son necesarias para mantener la competitividad de Estados Unidos en la próxima generación.
Estados Unidos está renunciando a su liderazgo a largo plazo a cambio de victorias inmediatas; y en algún momento llegará la factura. La cuestión no es si va a tener que pagar por su adicción a la gratificación instantánea. La cuestión es cuánto pagará y cuándo.
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