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Columna
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Silicon Valley compra Europa

Un puñado de multimillonarios tecnológicos que abjuran de la democracia están adquiriendo, pieza a pieza, las infraestructuras críticas de los Estados

Máriam Martínez-Bascuñán

Imagina que quieres modernizar tu casa e instalas sistemas inteligentes: calefacción, electricidad, seguridad. Contratas una empresa y todo funciona bien, pero un día decides cambiar un proveedor y descubres que los sistemas están tan íntimamente integrados que separarlos es imposible. Llevaría años y una fortuna. Pero tú necesitas que la casa siga funcionando. Técnicamente, eres el dueño, pero si suben los precios o cortan el servicio, no hay nada que hacer: has perdido el control de tu casa sin percatarte, contrato a contrato. Imagina ahora que esa empresa no cree en tu derecho a decidir sobre tu propia vida. Un escándalo, ¿verdad? Pues eso es lo que pasa hoy con los Estados democráticos, donde un puñado de multimillonarios tecnológicos que abjuran de la democracia están comprando, pieza a pieza, sus infraestructuras críticas. Así lo refleja un informe de la economista Francesca Bria, quien documenta cómo los Peter Thiel y Elon Musk del mundo están construyendo lo que denomina autoritarismo tecnológico: una arquitectura de poder que controla las funciones básicas del Estado creando dependencia infraestructural y obviando el control de la política.

Este verano, el ejército estadounidense dio a Palantir, empresa de Thiel, uno de los contratos más grandes de su historia: diez mil millones de dólares. No es uno más. Hasta ahora, el ejército repartía sus contratos de análisis de datos entre decenas de proveedores, pero este acuerdo centraliza todo en una empresa cuyo fundador afirma que “libertad y democracia son incompatibles”. Palantir se convierte en los ojos del Gobierno: procesa los datos y determina qué ve la inteligencia militar o qué patrones detecta la policía. Y hay más ejemplos. Starlink, de Musk, es dueña de los satélites que permiten comunicarse a ejércitos enteros. Si Musk los apaga, como ya hizo en Crimea, las tropas quedan sordas y ciegas. Pero Palantir o Starlink no son empresas aisladas: funcionan como un sistema, una infraestructura digital que necesita cantidades industriales de energía. Y controlar estas piezas juntas significa controlar el funcionamiento básico del Estado, no mediante leyes o instituciones, sino mediante pura dependencia tecnológica.

Europa lo observa con paradójica inquietud. Hablamos de “soberanía digital” y “autonomía estratégica”, pero cerramos contratos con estas mismas empresas continuamente. Alemania firmó un acuerdo con Anduril, empresa californiana de drones militares autónomos financiada por la red de Thiel, para fabricar sistemas de defensa que se integrarán en la OTAN. Los drones se ensamblan en suelo alemán, pero el software —el cerebro que decide qué vigilar y cómo— es californiano. El Reino Unido tiene contratos con Palantir para su sistema de salud. La defensa de Ucrania, que es la de Europa, depende de Starlink mientras Musk hace directos online con Alice Weidel, líder de la ultraderecha alemana. La paradoja es brutal: ninguno de estos contratos provocó un debate real. Pocos ocuparon portadas de periódicos. Se presentan como decisiones técnicas sobre “modernización” y “eficiencia” lo que en verdad son cesiones irreversibles de soberanía. La diferencia entre perder el control de tu casa y de un Estado es solo de escala. Cuando las infraestructuras críticas están en manos privadas, la propiedad formal es mera ficción. Europa mantiene sus Parlamentos y elecciones, pero si nuestra defensa depende de Anduril y las comunicaciones de Starlink, ¿qué significa nuestra soberanía? La pregunta no es si esto va a pasar: está pasando. La clave es si nos daremos cuenta antes de que sea demasiado tarde para salir.

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Sobre la firma

Máriam Martínez-Bascuñán
Profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del libro 'Género, emancipación y diferencias' (Plaza & Valdés, 2012) y coautora de 'Populismos' (Alianza Editorial, 2017). Entre junio de 2018 y 2020 fue directora de Opinión de EL PAÍS. Ahora es columnista y colaboradora de ese diario y pertenece a su comité editorial.
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