El PP y Vox: lo peor es parecerte a tu enemigo
Los populares se harán un favor si no se traicionan intentando asemejarse a una ultraderecha normalizada que le marca los debates


Los ciudadanos llevaron a Isabel Díaz Ayuso a la presidencia autonómica madrileña, pero solo los hosteleros la elevaron a las alturas del liderazgo carismático. Era en tiempos de la covid, cuando irse de cañas podía pasar por ceremonia libertaria. Hoy, la nueva patrona de la restauración en España es Miriam González Durántez, que ha decidido sustanciar su apoyo a la hostelería de un modo todavía más directo: en lo que va de año, nadie ha tenido más comidas que ella. Con periodistas y con políticos. Con Cuca Gamarra y hasta con Lambán. Es la ofensiva de encanto de la temporada 2025 y, si al mediodía ronda los reservados del poder, por las tardes explica su mensaje de regeneración a unas elites urbanas que, reunidas en casinos y cámaras de Comercio, uno sospecha que tienen pocas ganas de ser regeneradas. El lema de Miriam González es “España mejor” y, dicho así, hasta sir Francis Drake lo firmaría. En realidad, España Mejor es una plataforma autoportante que aspira a convertirse en partido político: un intento, seguramente abortivo, de Operación Macron, en busca de reinventar otra vez la vía media entre el PP y el PSOE y recoger los cascotes del reformismo que cayó con Rivera. Un Ciudadanos unipersonal. González Durántez tiene dinero y ganas para presentarse por todas partes, pero quizá compense meditar que lo más parecido que hemos tenido aquí a una Operación Macron fue la Operación Roca. El de España Mejor, en fin, parece más el brillo de lo gastado que el de lo nuevo.
Hay más movimientos en la derecha. Iván Espinosa de los Monteros, por ejemplo, ha presentado Atenea. Se ha hablado tanto de ella que el diagnóstico es unánime: no es la primera vez en la historia que los montes alumbran un ratón. Atenea viene a sumarse a las infinitas plataformas con las que quieren dar la batalla cultural los mismos que creían que la cultura no figuraba entre las cosas serias. Para su nuevo rumbo, Espinosa ha decidido acompañarse de trotaconventos de la política como José Ramón Bauzá o Fran Hervías, que tienen en común haberse ido de todas partes sin que en ninguna se les eche de menos, y que pueden aportar tanto en un think tank como el Padre Ángel en un sambódromo. Pero claro, no hablamos de un proyecto intelectual —Atenea se presentó sin presentar un papel— sino de un proyecto personal. Al fin y al cabo, si a Miriam González se le ha achacado sobredosis de protagonismo, con Iván Espinosa de los Monteros avanzamos por el mapa de los afectos hasta dar con la venganza: Espinosa y Rocío Monasterio salieron malparados de Vox y, lo que es más hiriente, Vox salió bien parado de ellos. Así, mientras el matrimonio desaparecía de los telediarios, su antiguo partido ha ido creciendo en las encuestas.
A falta de folios, Atenea sí ha servido a modo de UTE del PP y el propio Espinosa contra Vox. Por un lado, Espinosa se deja querer por Génova, lo que le sirve para dedicarle a Abascal una panorámica peineta y para, quién sabe, optar a un puesto rimbombante en el futuro con Feijóo. Por otro lado, el PP también le daba un pellizco de monja a Abascal al acoger a su cismático, y muestra al mundo que los populares pueden asumir a Vox, siempre que sea un Vox bien peinado y con idiomas. Por supuesto, lo que el PP teme es que la derecha se gangrene en más derechas, y entendió, correctamente, que la mejor manera de neutralizar a Espinosa era comérselo a besos. No hubiera hecho falta: ya la irrupción de Víctor de Aldama en el acto de Atenea desveló por la vía grotesca todo lo que este asunto ha tenido de fumistería, de circuito cerrado de un cierto Madrid en conversación consigo mismo. Vivimos en un simulacro: uno puede posar como líder moral de las derechas —Espinosa ya habla como un exministro de UCD— tras haber abandonado a todas, sin que le pite ninguna alarma en el sistema.
Lo de González y Espinosa son anécdotas, pero la suma de anécdotas engendra categorías: en este caso, la inquietud en la derecha. Si las cosas fueran como deben, cunde la sensación, estos movimientos no se darían. Y si las cosas no fueran como son, ver dinero en un sobre del PSOE llevaría a un Gobierno por aclamación del PP. Es una cuita que Vox crezca: triunfa en el voto joven, en el voto obrero, en el voto catalán. Pero la peor preocupación está en el entendimiento de que —más allá de subidones— Vox se ha normalizado. De que, de la inmigración al aborto, es quien dicta a la derecha los debates. De que a Vox no se le votaba por un chico de ICADE como Espinosa, sino que se le vota por un chico de Amurrio como Abascal: no gustan por liberales o conservadores, sino por revolucionarios e identitarios. Y si esta es la sensación de hoy, el pálpito del futuro no es más reconfortante: en el mejor de los casos, un Gobierno en agonía del PP. Hay más motivos para la desazón: el brío de Vox también hace más fuerte al PSOE. Y cuando muchos votantes del PP miran de reojo a su derecha, los socialistas han dejado, en buena parte, de mirar a los populares.
Lo ha dicho Tommy Robinson, activista xenófobo, en uno de esos discursos epocales, con ocasión de la marcha Unite the Kingdom: “El gato está fuera del saco”. Quiere decir que el futuro le pertenece ahora a la derecha identitaria. Lo vemos en EE UU y en Chile y lo vemos en media Europa o Europa entera. Las fórmulas de la moderación se van quedando viejas, y no otra cosa quiere decir que los abuelos elijan votar al PP y los nietos elijan votar a un Vox que en algunas franjas de edad ya pasa de normal a cool.
Hay, con todo, algunas notas que sirven para enfriar el apocalipsis. Cada vez con más crudeza, estamos viendo el uso de una demoscopia que ya no quiere proyectar, sino orientar y que, en vez de ofrecer el retrato del presente, expresa un deseo sobre el futuro. En un momento de tensión electoral, es posible que vuelva a hacerse presente el recuerdo del paso de Vox, mitad marrullero, mitad ineficiente, por las instituciones. La propia sociedad española, que no sucumbió a la extrema izquierda tanto como llegó a vaticinarse, tiene una excepción en el PP: no hay otro partido de la derecha clásica en Europa que tenga su implantación, su poder real, su resistencia. El aliento de Vox ha llevado a definir posiciones —pienso en la inmigración— que era necesario definir.
Es posible que los españoles se vayan a dar un festival de iliberalismo hasta que vuelvan a descubrir las virtudes del liberalismo: he ahí el signo de los tiempos. De la experiencia de partidos como los tories ante Nigel Farage, sin embargo, se puede colegir que lo peor que se puede hacer es intentar parecerte a tu enemigo. El iliberalismo irá y vendrá, y mientras tanto el PP se hará un favor si no se traiciona. Tiene algunos recursos en bodega. Descongelar el discurso de Casado: “No somos como usted porque no queremos ser como usted”. Aplicarse, cuando todo en torno es alboroto, ese calmante para los nervios que era la impavidez de Rajoy. Y colgar una foto de Colón en Génova para recordar cómo les ha ido cada vez que se solaparon con Vox.
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