Pax Trumpiana
La voz de los palestinos, insignificante tanto para Netanyahu como para la dictadura de Hamás, no ha contado en la negociación de un alto el fuego impuesto por interés del emperador


Nadie puede decentemente oponerse a que callen de una vez las armas y renazca la vida entre las ruinas. Aunque sea una paz dictada e impuesta por designio e interés del emperador. Si esto ha sido una guerra, no hay duda de quién ha obtenido la victoria militar. Ciertamente, es dudoso que haya sido exactamente una guerra y no una descomunal e insoportable matanza civil, tal como reflejan las desiguales y desproporcionadas cifras de muertos y la envergadura de la destrucción. Pero más dudoso todavía es que a la victoria militar le siga una victoria política, que solo se alcanza cuando la paz no es la mera ausencia de guerra sino el nuevo equilibrio que amortigua e incluso supera las causas de la guerra y abre el camino a la reconstrucción, la reconciliación y la justicia.
Netanyahu va a obtener la libertad de los rehenes sin condiciones y también la rendición efectiva de Hamás, que ya ha aceptado el plan de paz aunque no está claro que acceda a entregar las armas. Puede exhibir la victoria total que demandaba como represalia por los atentados del 7 de octubre. De hecho, podría haberla exhibido cuando se cobró la vida de Yahia Sinwar, el comandante de Hamás. Pero deberá tragar alguna píldora amarga: los palestinos no serán expulsados de la Franja y habrá una amnistía o vía libre al exilio de los cabecillas supervivientes, de donde se deduce que la organización islamista, aun sin poder ni armas, persistirá como movimiento social y político.
Nada más va a constreñir a Israel en la paz más extraña que hayan visto nuestros tiempos. Sin que se conozcan plazos concretos ni garantías de cumplimiento, tanto la retirada militar como las condiciones suenan a hipótesis aproximativas más que a compromisos vinculantes. Sin cobertura de la legalidad internacional y sin Naciones Unidas, el unilateralismo que propicia la vigente ley del más fuerte se suma a la brutalidad ejecutiva de los grandes negocios entre gobiernos autocráticos y la Casa Blanca trumpista.
Si se ha esfumado la idea más obscena de la imaginación trumpista, que era la Riviera de Oriente Próximo con limpieza étnica incluida, persisten los valores imperiales de la fuerza y del dinero como motores políticos. La voz de los palestinos, que jamás contó para Netanyahu ni para la dictadura de Hamás, no ha contado en la negociación de la paz imperial. Ni siquiera se ha escuchado a la desprestigiada Autoridad Palestina, única institución con alguna legitimidad. Solo la voz de las autocracias árabes, atadas a Israel y Estados Unidos por la economía y la seguridad.
El incipiente alto el fuego será precario e inseguro tratándose de Netanyahu, que puede romperlo a conveniencia una vez liberados los rehenes, a poco que se despiste Trump en su improbable vigilancia. No es mejor el plan en su conjunto, concebido para satisfacer las exigencias de unos y otros y los negocios de todos, desde la vanidad trumpista con la ridícula presidencia de un Gobierno tecnocrático hasta la presumible pero incierta solidaridad de los árabes del Golfo gracias al nebuloso reconocimiento nominal del derecho palestino al autogobierno. Hay premio especial para Qatar, paciente mediador bombardeado en plena negociación: las disculpas del bombardeador Netanyahu y el irónico regalo de un decreto de Trump con garantías máximas de defensa ante un ataque exterior.
Lleno de imprecisiones e incógnitas, la aplicación del plan será lenta y accidentada. Sin mención alguna a Cisjordania, en plena gazificación, todo parece dispuesto para que nada cambie e incluso empeore tras una aparente y efímera mejora. Es el regreso a 1948, la casilla de salida del mandato británico con una Nakba peor, de mayores proporciones, más sangrienta, casi sin territorio y esta vez fuera de Naciones Unidas. “Mañana es ayer” es el estribillo que da título al libro recién publicado de Hussein Agha y Robert Malley, negociadores en todos los procesos de paz de los últimos decenios, que dan por enterrados los dos Estados y el entero proceso de Oslo y reivindican el reconocimiento de derechos ciudadanos para todos, israelíes y palestinos, en “una especie de condominio israelo-palestino, en el que la conexión relevante no sea entre el Estado y el territorio, sino entre el Estado y el individuo, viva donde viva”.
El nuevo equilibrio regional que busca la Pax Trumpiana no liquida, en cambio, la causa palestina. Al contrario, su reconocimiento internacional y su fuerza moral son mayores, frente a un Israel aislado y moralmente destruido por sus excesos militaristas. Se abre un camino incierto pero obligado para la diplomacia y la política. Y no queda otra que emprenderlo, volver a empezar y evitar los errores del pasado, ante todo el persistente y compartido pecado fundacional de quienes fiaron a la violencia la resolución de los conflictos y la satisfacción de sus legítimas reivindicaciones.
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