Una biblioteca heredada
Los estudios muestran algo sencillo y radical: tener libros en casa es uno de los predictores más fiables del nivel educativo que alcanzarán nuestros hijos


Ya lo han visto. La polémica de María Pombo sobre la lectura ha demostrado la capacidad que tienen hoy las redes sociales para fijar un debate en la conversación pública. La influencer desempolvó —tal vez sin sospecharlo— una querella antigua que Platón inauguró en Fedro y que más tarde John Stuart Mill elevó a un problema de alcance universal. Preguntarse si leer nos hace mejores, o si resulta más noble fatigar las páginas de T. S. Eliot que las de la prensa rosa —aunque nadie nos obligue a elegir— equivale, en el fondo, a indagar si existen formas culturales capaces de elevarnos. Dicho de otro modo: si hay prácticas que, como quería Cicerón con su cultura animi, logran cultivar no ya el intelecto, sino el espíritu entero.
De este asunto se ha escrito mucho y con tino, también en las páginas de este periódico. Pero hay una arista del debate que suele quedar desatendida, y que, sin embargo, resulta crucial: la fuerza emancipadora que encierra, por sí sola, la lectura. Aunque siempre nos tiente opinar a golpe de intuición, contamos con estudios rigurosos que muestran algo sencillo y radical: tener libros en casa es uno de los predictores más fiables del nivel educativo que alcanzarán nuestros hijos.
El simple hecho de habitar entre libros se convierte en un factor determinante en el aprendizaje de un niño. Y cuesta imaginar que alguien pueda discutir lo evidente: que aprender es siempre preferible a ignorar. Lo verdaderamente revelador de la serie de estudios iniciada en 2010 por Mariah D. R. Evans, de la Universidad de Nevada, es que este criterio se alza como un contrapeso en sí mismo frente a la renta, el oficio o incluso la formación de los padres.
En medio de este debate, algunos —creyendo defender una igualdad tan abstracta como ingenua— han acusado a quienes reivindican la lectura de ser elitistas culturales. Pero los datos dicen lo contrario: reconocer que existen formas culturales superiores no es un gesto de arrogancia, sino el primer paso para exigirnos que cualquiera, sin importar su origen, pueda acceder a ellas.
No sé si los libros nos hacen mejores personas. Lo que sí sé es que hay evidencia académica suficiente para afirmar que el contacto con ellos constituye un instrumento capaz de desafiar la cárcel de la clase social. Una vez escuché a José Enrique Ruiz-Domènec decir que España es un país donde las bibliotecas no se crean: se heredan. Quizá por eso, aunque en la casa de María Pombo no haya libros, yo siempre querré que los haya en casa de los pobres.
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