Una fealdad americana
El sistema penal estadounidense es un gulag de crueldad y pobreza que tritura a los seres humanos


La triste verdad de esta nueva cara grosera y represora de Estados Unidos es que no es nueva en absoluto. Ha estado siempre ahí, como lo está siempre la cara oculta de la Luna, aunque nadie la vea. Es difícil verla porque nos ciega la mirada el brillo de la riqueza y del poder, favorecido por una propaganda abrumadora que cae sobre nosotros de manera incesante, a cualquier hora del día o de la noche, en el cine, en la televisión, en los carteles publicitarios de las calles, en los millones de espejismos de las redes sociales. Prácticamente, todas las películas o series de más éxito son americanas e imponen su supremacía insolente sobre los canales de distribución y sobre las conciencias, que apenas reciben otros mensajes visuales, otras ficciones no regidas por la misma estética y los mismos valores. En los laterales de las paradas de autobuses rara vez falta el cartel de una película americana en el que aparecerá un o una superhéroe con la musculatura decorada de barras y estrellas, o bien un policía esgrimiendo una pistola, o un gañán de camiseta rota armado con una ametralladora futurista. En las cadenas de televisión, incluida La 1 de Televisión Española, todas las películas que se proyectan por la noche son melodramas de gente acomodada que viven en urbanizaciones con mucho césped o historias de policías o de ciencia ficción que tienen en común un efectismo visual extremo y una celebración permanente de la violencia, los coches, los helicópteros, las armas de fuego, todo ello aderezado por doblajes robóticos en los que la pobre lengua española es retorcida y desfigurada hasta convertirse en un calco patético del inglés.
El evanescente ministro de Cultura manifestó al principio de su mandato la intención de descolonizar los museos españoles. Yo le recomendaría que, de paso, emprendiera una descolonización bastante más difícil, que es la de la cultura, la vida y la lengua españolas. Admiramos y copiamos ese mundo, con mimetismo de súbditos de un poder imperial, y en realidad no sabemos cómo es. Sabemos cómo son las high schools con la bandera en las aulas y las taquillas en los corredores, cómo son las cenas familiares de Thanksgiving y de Navidad, los soldados que vuelven de la guerra con un uniforme a medida, las cheerleaders en los laterales de los estadios de fútbol americano. Y, como todo eso nos parece una realidad más atractiva y casi más verdadera que la nuestra, no podemos imaginar en qué medida todo es un gran decorado, una representación hecha por personas adiestradas desde la niñez para interpretarse a sí mismas, y para no ver lo que para ellas es preferible no ver: por una parte, la fragilidad o la pura mentira de las ficciones de entusiasmo y de éxito que la inmensa mayoría reverencia como una religión; y, por otra, la brutalidad y la negrura que están solo a un paso de las superficies luminosas que prevalecen en la cultura visual americana: mundos de penuria, miseria, abandono, de una crueldad social que para un europeo son inimaginables.
Decía Simone Weil que Hitler actuaba con los países invadidos de Europa como actuaban las potencias europeas en sus dominios coloniales. Viajeros con pasaportes de Canadá y de la Unión Europea reciben ahora en las fronteras de Estados Unidos un trato que se parece en algo, no en todo, al que sufren los inmigrantes que vienen de regiones mucho más pobres. Jasmine Mooney, una profesional blanca con pasaporte canadiense, despertó los recelos de uno de esos temibles funcionarios de Inmigración que al llegar lo examinan a uno de arriba abajo como si bajo su aire formal y amedrentado escondiera a un terrorista. Después de un breve interrogatorio, se vio arrojada a una celda minúscula en la que había otras cinco mujeres, y en la que la luz no se apagaba nunca. Le quitaron el cinturón y los cordones de los zapatos, además de todas sus pertenencias. La autorizaron a hacer una sola llamada de teléfono, pero ya nadie guarda números en la memoria. Bloqueada, aterrada, de pronto recordó el de una amiga, y le hizo una llamada de auxilio.
Después de tres días en aquella celda, en la que le dieron una colchoneta y un lienzo de papel de aluminio para que se tapara, le tomaron las huellas digitales, la esposaron y la encadenaron, le pusieron un uniforme naranja de presa y la llevaron a otra celda en la que estaba sola y en la que no tenía ni colchoneta ni nada con lo que cubrirse, solo el suelo helado de cemento y un retrete sin tapa. En ningún momento supo de qué la acusaban, ni tuvo acceso a un abogado. Al poco tiempo, esposada y encadenada por la cintura y los pies, fue conducida en un viaje de muchas horas en autobús a una prisión de Arizona en al que había centenares de mujeres encerradas allí sin juicio ni condena, ni asistencia legal, sin esperanza de salir. Ella fue más afortunada, y la soltaron al cabo de unas semanas. Al fin y al cabo era canadiense y blanca y tenía un pasaporte.
Jasmine Mooney ha contado su cautiverio en un artículo estremecedor en The Guardian. La prisión en la que estuvo pertenece a una de esas empresas privadas que son concesionarias del Gobierno federal: igual que aquí se “externalizan” los servicios sociales y las residencias de ancianos, allí se hace lo mismo con las cárceles, lo cual es un gran incentivo para detener a más gente y tenerla encerrada más tiempo, gente pobre, extranjera e indocumentada además, que no va a costear abogados ni a denunciar los abusos que sufra.
El sistema judicial y penitenciario es lo más oscuro en la gran oscuridad de Estados Unidos, donde prevalece una idea vengativa del castigo heredada del Antiguo Testamento, un “ojo por ojo y diente por diente” que desapareció hace mucho del mundo civilizado, y que, por supuesto, se ceba en los negros, en los pobres, en los enfermos mentales. Es una ferocidad que ahora se muestra crudamente en estos tiempos de Trump, pero que es muy anterior a ellos, y se ha mantenido durante administraciones demócratas igual que republicanas, por una frialdad que parece casi universal, pero que en el caso de los demócratas está acentuada por el miedo a ser acusados de debilidad ante el delito, de ser lo que allí se llama soft on crime. Muy cerca de los resplandores y la vitalidad de Manhattan, en la isla de Rikers, viven en condiciones inhumanas millares de presos preventivos, inermes ante la violencia de los guardias y los policías y los otros presos más agresivos, en celdas asfixiantes, invadidas por piojos, cucarachas, ratas, alimentándose de inmundicias. En Rikers Island puede acabar lo mismo un asesino que uno de esos pobres trastornados que rondan por las estaciones de metro, sin familia, sin refugio, sin tratamiento para sus delirios psicóticos. El sistema penal americano es un gulag de crueldad y pobreza que tritura a los seres humanos y del que muchos no salen nunca, o salen en un ataúd barato después de ser ejecutados. No hay rehabilitación posible: para un expresidiario es muy difícil encontrar un trabajo y un lugar donde vivir.
Lo despiadado de la condena bíblica se completa con una idea implacable de la responsabilidad personal. He made the wrong choices, se dice de un criminal, presunto o confirmado. Tomó decisiones equivocadas. Allá él. Salvo unos cuantos reporteros y activistas, entre ellos esas pocas personas ateridas que se manifiestan de madrugada delante de la cárcel donde va a llevarse a cabo una ejecución, nadie alza la voz contra ese sistema monstruoso de injusticia y venganza. Trump y los suyos no han salido de la nada.
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