La violencia y el descontrol en la cárcel de Rikers Island llevan a un fiscal a pedir la intervención del Gobierno
Un total de 25 presos han muerto en el penal neoyorquino o poco después de salir desde que el alcalde, Eric Adams, tomó posesión en enero de 2022
La justicia ha pedido la intervención del sistema penitenciario de Nueva York ante la galopante crisis humana en la cárcel de Rikers Island, donde la sucesión de muertes de presos y el abuso de la fuerza por parte de los funcionarios se combinan de forma explosiva. Damian Williams, fiscal federal de Manhattan, hizo recientemente un llamamiento en favor de la intervención de las cárceles de Nueva York por el Gobierno federal, arrebatando el poder de decisión al consistorio del demócrata Eric Adams. La posibilidad de nombrar un administrador judicial se dirimirá ante el Tribunal de Distrito de Estados Unidos el 10 de agosto.
La recomendación de Williams es un varapalo para el alcalde, que ganó las elecciones con un claro mensaje de ley y orden y que, sin embargo, se ve enredado en cuestiones de seguridad. Keechant Sewell, la comisaria jefa del Departamento de Policía de Nueva York, el mayor del país y al que Adams perteneció en su día, dimitió sorpresivamente hace unas semanas tras poco más de año y medio en el puesto, supuestamente por falta de autonomía. Edward Caban la sustituirá, el primer hispano al frente del departamento.
Ocho años después de un acuerdo histórico con la ciudad de Nueva York para reformar Rikers Island, los intentos de enderezar la que muchos denominan la cárcel de los horrores se han demostrado vanos. Si la propuesta del fiscal Williams de ceder el control a Washington es aprobada por un juez también federal, el administrador no solo arrebataría el poder de decisión a la Administración municipal, sino que posiblemente suprimiría los acuerdos sindicales y otras normas laborales vigentes desde hace tiempo.
“Este es un fracaso colectivo con raíces profundas, que abarca múltiples administraciones de alcaldes y comisionados [de Prisiones]”, dijo el 17 de julio Williams en una breve declaración. “Pero después de ocho años de probar todos los métodos, no podemos esperar más a que se materialice un progreso sustancial”. Su anuncio se producía dos días después de la muerte de William Johnstone, el 25º recluso que fallece bajo custodia o poco después de ser puesto en libertad desde que Adams asumió el cargo en enero de 2022. En la trágica lista no faltan los suicidios, los casos de sobredosis o, en fin, la acusada incidencia de problemas de salud mental ―no tratados convenientemente― entre la población. Una semana después, un funcionario fue suspendido de empleo tras la muerte de otro interno, el segundo en 15 días y el séptimo en lo que va de año.
Adams, que en campaña recurrió continuamente a su experiencia profesional como policía para cosechar votos, se ve contra las cuerdas. Se opone a cualquier cesión como la recomendada por el fiscal y respalda con entusiasmo al actual comisionado de Prisiones. Pero en la práctica está solo, sin más apoyo que el de los sindicatos de funcionarios de prisiones. El interventor municipal, el defensor del pueblo, varios concejales y organizaciones de derechos humanos vienen exigiendo desde hace tiempo un administrador judicial para atajar la crisis. Las protestas por el deterioro del penal son frecuentes.
Rikers no es la única cárcel con problemas en Nueva York. Al correccional de Brooklyn famoso por albergar internos de relumbrón, como Ghislaine Maxwell y un nutrido grupo de narcos, le revientan las costuras por la sobrepoblación. La cárcel de Manhattan donde se suicidó en agosto de 2019 el pederasta Jeffrey Epstein, conocida como el Guantánamo de Nueva York, fue clausurada por no reunir las condiciones mínimas de habitabilidad y seguridad. Rikers Island, que alberga en su mayoría a presos preventivos, es, frente a las anteriores, el oprobio con mayúsculas.
Los tribunales federales han tenido una participación directa en Rikers desde 2015, cuando uno de los predecesores de Williams acordó con la ciudad atajar las violaciones de los derechos constitucionales de los detenidos en las cárceles de la ciudad. El acuerdo fue el resultado de una demanda histórica presentada por la Legal Aid Society en la que el grupo alegaba que los funcionarios de prisiones abusaban de los detenidos de forma tan grave y sistemática que era necesario tomar medidas drásticas. Para supervisar las reformas, se nombró a un supervisor federal, Steve Martin, cuyo equipo ha publicado docenas de informes que describen unas condiciones de seguridad y habitabilidad cada vez peores. “Los índices actuales de uso de la fuerza [por parte de los agentes], apuñalamientos y acuchillamientos, peleas, agresiones al personal y muertes bajo custodia no son típicos, no son esperables, no son normales”, reza un informe reciente. Las condiciones mínimas de higiene brillan por su ausencia.
Un cierre previsto para 2027
Ocho años después del intento formal de atajar el deterioro de las cárceles, la justicia opta por medidas quirúrgicas, como la hipotética cesión de la gestión al Gobierno federal. Un sistema penitenciario cada vez más mortífero y peligroso, más violento, que el confinamiento de la pandemia exasperó y que el absentismo y las periódicas huelgas de brazos caídos de los funcionarios, superados por la falta de medios, solo han contribuido a agravar. En 2017, bajo el mandato del alcalde Bill de Blasio, se acordó un plan de cierre de Rikers en una década ―una medida que también defiende el actual regidor―, pero la agenda de plazos renquea y la intervención del juez federal es más un desesperado intento de taponar vías de agua que una solución programática. Los números se encargan de enfriar cualquier expectativa: el mayor penal de Nueva York alberga a más de 6.000 internos, la mayoría preventivos, pero también un pequeño porcentaje de condenados por delitos menores, y tiene un promedio anual de 100.000 admisiones. La exasperación de activistas, supervisores y autoridades ―el propio Adams ha calificado el penal de “vergüenza nacional”― va en aumento.
La impaciencia del supervisor ha llegado al extremo de pedir al juez que la ciudad sea declarada en desacato por no poder garantizar un normal funcionamiento de la cárcel. En su solicitud, Martin subrayaba el hecho de que los funcionarios hayan perdido totalmente el control de las instalaciones (sus representantes creen que la solución pasa por un mayor presupuesto). El acuerdo que prevé el cierre de Rikers en 2027 sigue vigente, para lo que se están construyendo nuevas cárceles más pequeñas en cuatro distritos de la ciudad, pero los nuevos centros solo podrán albergar a 3.300 reclusos, la mitad de la población actual de Rikers.
Además del revés de imagen para Adams, tocado también por la revelación de la existencia de una trama de donaciones ilegales para su campaña en 2021 que está en manos de la justicia, el viejo debate sobre las cárceles encierra una pregunta clave: la viabilidad del modelo de gestión actual, en el que las prisiones privadas ―no en el caso de Nueva York, donde son de gestión municipal― acaparan la práctica totalidad de los ingresos. El país con mayor número de presos del mundo y con mayor proporción de población encarcelada ―2,2 millones a finales de la pasada década― tiene un serio problema con sus cárceles. Según la ONG The Sentencing Project, que aboga por una reforma del sistema, de la ratio nacional de 350 presos por 100.000 habitantes (algunos Estados, como Luisiana, Oklahoma o Misisipi, multiplican por dos la cifra), solo 43 están ingresados en un penal federal; el resto, 307, purga su condena en centros privados. El negocio, como otro cualquiera, de las prisiones movía a finales de la pasada década 3.000 millones de dólares (unos 2.695 millones de euros) al año.
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