El amor es como un cigarrillo
Lo tienes entre los dedos, lo subes a los labios, lo enciende el corazón y la brasa va creando una ceniza que es el dolor que produce cuando el amor se desvanece


Duke Ellington está al piano, canta Ivie Anderson. El amor es como un cigarrillo. Oigo la canción al caer la tarde cuando el día está a punto de acostarse. Ahora que fumar ya es pecado recuerdo que hubo una vez un humo azul que, al mismo tiempo que te mataba, te hacía feliz. El amor era como aquel cigarrillo que se quemaba a medida que se acercaba a tus labios e iba dejando la ceniza atrás. Al amor se le llama cielo, se le llama estrella que brilla en la oscuridad, al pájaro en su vuelo, a la flor de primavera. No hay tal cosa, canta Ivie Anderson con su voz quemada. El amor es como un cigarrillo. Lo tienes entre los dedos, lo subes a los labios, lo enciende el corazón y la brasa va creando una ceniza que es el dolor que produce cuando con la última calada el amor te abandona y se desvanece. También podía suceder que ese cigarrillo prendiera con el sol de la mañana sentado en el muelle de la bahía, como canta Otis Redding, mientras contemplas cómo sube y baja la marea. Los barcos que ves salir del puerto no llevan a bordo alegres pasajeros que te saludan desde cubierta con los brazos; son navíos de guerra cargados de soldados que se van a matar a sus hermanos en un país lejano que no conocen. Los verás partir una y otra vez. Unos ya no volverán. Muchos regresarán metidos en una bolsa negra de plástico. Puede que pienses que, hagas lo que hagas, nada va a cambiar, que no queda sino estar sentado en el muelle de la bahía contemplando cómo sube y baja la marea en silencio fumando un cigarrillo hasta que llegue la noche. Puede que el mundo esté a punto de romperse bajo una lluvia de acero, pero todo podría volver a tener sentido si el desorden de la historia se sometiera a la belleza medida de un hexámetro de Píndaro, bastaría con un solo verso bendecido por los antiguos dioses o con aquella canción que cantaban Ivie Anderson y Otis Redding. Sentado en el muelle de la bahía viendo entrar y salir los barcos de guerra recordabas aquel amor que te quemaba los labios.
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