La historia europea, ese estribillo
Veo una Europa dividida en la que los grandes artífices de la democracia de 1945 están ausentes o apenas encogidos en un tímido mechinal


En 1939, poco después de la invasión nazi de Polonia, la filósofa y militante Simone Weil respondía al estupor escandalizado de los europeos recordando que “Hitler estaba haciendo con Europa lo que Europa había hecho siempre con los otros pueblos”. Weil, judía de origen, cristiana de pensamiento, anarquista de convicción, luchó contra el fascismo en España y acabó dejándose morir en Inglaterra en solidaridad con las víctimas del nazismo a las que no podía ayudar. Representaba y sigue representando, sin duda, lo mejor de esos valores europeos que nos gusta nombrar en las grandes crisis y traicionar en las rutinas de gobierno. Cuando hablamos de la democracia, del pensamiento griego, de la civilización, de la antorcha de la libertad, de la revolución francesa, del laicismo, de la tolerancia, del liberalismo, solemos olvidar que fueron siempre otros europeos, y no los bárbaros de Hulagu, los que amenazaron y a veces troncharon de la manera más salvaje esos valores, y ello hasta el punto de poder afirmar que los europeos nos recordamos, en realidad, mucho mejores de lo que fuimos. En el interior, fue Hitler, y no Bin Laden, quien destruyó Europa; en el exterior, la esclavitud, el colonialismo, el genocidio, productos genuinamente europeos, justificaron el retruécano preciso de Anatole France en 1920: “De nosotros los civilizados, los bárbaros solo conocen nuestros crímenes”.
Conviene recordar, sí, la frase de Weil ahora que EE UU empieza a tratar a Europa como ha tratado siempre a cualquier otro país del mundo: como a esa colonia frágil, connivente y dependiente que siempre ha sido. Trump, con sus modales de matón de patio de colegio, de padrino mafioso y de Nerón saltarín, se limita a decirnos la verdad sobre Europa: durante décadas hemos sido los vasallos de Washington y además sus cómplices. Hemos acompañado su “imperialismo puntillista”, según la acertada expresión de Daniel Inmerwahr, en guerras injustas y golpes de Estado: pensemos, por no remontarnos muy lejos, en Afganistán, en Irak, en Palestina. Si Europa está de pronto, en efecto, muy sola no es solo porque el resto del mundo, incluida la cabeza del imperio, se haya desdemocratizado sino porque pocas veces, dentro y fuera, ha estado a la altura de sí misma.
Tiene razón el siempre brillante José María Lassalle cuando reclama a España solidaridad con la frontera oriental de la UE, de la que formamos parte. Solo habría otra alternativa y sería suicida: la de proponer un Españexit que nos devolviese a la “neutralidad” de Franco y de la Restauración, que se ahorraron dos guerras mundiales revolcándose en sus propios crímenes y miserias. Hoy estamos felizmente condenados a pertenecer a Europa como ayer infelizmente condenados a estar fuera de ella. Tiene razón Lassalle, sí. Pero para pedir solidaridad, la UE tiene que hacerse creíble a sí misma; para reclamar un esfuerzo en favor de la independencia militar, digital y energética del continente, tiene antes que parirse a sí misma, como institución y como idea. Como institución tiene el derecho y la obligación de defender sus intereses, que ya no coinciden con los de EE UU; como idea, tiene aún que hacerse creíble a sí misma. Lo he dicho otras veces: Europa no tiene petróleo, ni gas, ni fosfatos, ni minerales raros: solo tiene filosofía, principios, valores y los ha vendido mal. Tan mal que no solo se ha granjeado el desafecto del llamado Sur Global (¿por qué a un congoleño o a un sudanés habría de importarles lo que haga Rusia con Ucrania?). Los enemigos de esos valores europeos no están hoy en Kabul o en Teherán; están en Washington, claro, pero también —o sobre todo— en la propia Europa e incluso en la misma Bruselas. No logro ver la Europa de Jose María Lassalle, esa que yo también quiero defender. Veo una Europa dividida entre el neofascismo (amigo de Putin y de Trump) y el neoliberalismo: una Europa en la que los grandes artífices de la democracia de 1945 (la democracia cristiana, los liberales, los socialistas, los comunistas) están ausentes o apenas encogidos en un tímido mechinal.
En este contexto, el debate sobre el gasto militar revela ya una senda sin retorno. En las derechas se libra entre un fascismo (y rojipardismo) que se ha vuelto “pacifista” en favor de Putin y un neoliberalismo que se ha vuelto europeísta en favor de la industria militar. En cuanto a las izquierdas, están divididas entre antieuropeístas incapaces de ver o deseosos de atraer el peligro y europeístas sin medios o poder para imponerse al fascismo y al neoliberalismo. Me cuento, lo confieso, entre estos últimos. Creo firmemente que no debemos abandonar a Ucrania porque hayamos abandonado a Palestina; y creo que es políticamente posible inscribir el gasto militar al margen de la OTAN y sin reducir —e incluso aumentando— el gasto social, y ello en el regazo de un régimen europeo federal, justo y democrático, parecido al que hemos siempre nombrado y traicionado, ese que imaginó Simone Weil y excogitó el Manifiesto de Ventotene en 1941. Lo creo firmemente y al mismo tiempo estoy seguro de que no ocurrirá.
No sé si la historia tartamudea, rima o se repite. Me temo que distintas canciones acaban sus estrofas diferentes con el mismo estribillo. Entre tanto (y ese es el estribillo de la humanidad) se nos hace larga la lluvia y lamentamos que caigan tan tarde este año las vacaciones de Semana Santa.
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