Perdidos en las pantallas
En la sociedad digital es fácil encontrar lo que se quiere, pero se corre el peligro de que la intimidad y la experiencia pierdan sus ambigüedades, y se liquide la conversación
![El robot 'Reachy', el humanoide de código abierto diseñado específicamente para el desarrollo de IA incorporada y aplicaciones del mundo real, en la Maison de l'Intelligence Artificielle, el día 3 en Biot (Francia).](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/GUY63PILMBEK37N75ZL2U4CM3U.jpg?auth=e503b526ad560d055cb531d53da8fc3c32a684b6efda3e704c2f74ae6bc1377f&width=414)
“Somos los primitivos de una nueva era”, dice Juan Villoro en No soy un robot (Anagrama), un ensayo que publicó el año pasado y en el que explora qué ocurre con la lectura en la sociedad digital, cómo las nuevas tecnologías han cambiado nuestro trato con la realidad, de qué manera nos pensamos y relacionamos en tiempos donde manda el móvil, qué es lo que ha ido sucediendo para que cualquier pantalla se haya convertido, al cabo, en nuestro interlocutor más frecuente. Lo que Villoro propone, con ese tono tranquilo y seductor que caracteriza su escritura, es un inquietante viaje para regresar a esa multitud de extrañezas con las que la sociedad digital nos ha familiarizado. Recuerda, por ejemplo, el desconcierto que en 1996, “en los albores de internet”, le provocaba el nuevo medio al novelista ciberpunk William Gibson. “A veces la red me recuerda a la pesca. Nunca me recuerda a la conversación”, escribió entonces.
Con dar con los dedos en unas teclas hoy se encuentra lo que se quiere. Pero, como primitivos que adquieren nuevos hábitos de conducta en un ámbito desconocido, nada se puede saber ahora mismo de lo que significa alcanzar tan rápido lo que se quiere: los deseos, las metas, la confirmación de los propios prejuicios. Escribe Villoro: “La red es eficaz para encontrar lo que ya interesa. En cambio, las bibliotecas y los diarios impresos se prestan más para encontrar lo que no se busca, método esencial del conocimiento”. Cada vez se leen menos los periódicos en papel; esa es una característica de este nuevo mundo. Y resulta más difícil dar con ese rincón de intimidad en el que pasar una página tras otra, sin prisa, y verse de bruces en otra parte, donde no se esperaba estar, interesado por una anécdota que jamás hubiéramos pensado que nos concerniera, o muertos de risa por algo que nos atañe y lo habíamos extraviado, o acaso devorados también por una invitación a ver las cosas de otra manera. Todo eso es cada vez menos frecuente.
Villoro explica que la novela y el cuento tienen la capacidad de entrar en la vida secreta de las personas, “hecha de conjeturas, pulsiones no resueltas, valores entendidos, deseos latentes, pesadillas, anhelos, ideas oscuras, ambiguas, contradictorias, inconfesables o sencillamente incomprensibles”. Las pantallas lo hacen todo más previsible, tanto que esa vida secreta empieza a difuminarse, casi hasta perder las propias sombras. Todo es demasiado radiante, pero qué hacemos sin el lado oscuro de la vida.
Nada saben los primitivos de la nueva era sobre lo que a larga significará haber perdido la intimidad y haber perdido también las experiencias con los otros, con los de carne y hueso. Villoro trae a cuento unas palabras que le dijo Jorge Luis Borges a Osvaldo Ferrari en las que celebraba “la mejor cosa que registra la historia universal”, y que fue un invento que ocurrió en Grecia mucho antes de la llegada del cristianismo: “El descubrimiento del diálogo”. Justo lo que echaba de menos Gibson cuando navegaba por internet, y a lo que Borges se refiere como “la singular costumbre de conversar”. “Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron”, le explicó a Ferrari que hacían aquellos remotos griegos. ¡Qué rareza!, se diría en estos días de convicciones rotundas y juicios inapelables que condenan al que disiente a la irrelevancia. En la sociedad digital las cosas van demasiado rápido y, quizá habría que hacerle a caso a Villoro y entender que en “la continua búsqueda de intimidad” se persigue esa “reserva de lo humano” que nos permite decir: “No soy un robot”.
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