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Tribuna
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Europa camina hacia el trumpismo migratorio

La llegada del nuevo presidente de EE UU ha llevado la lógica antiinmigratoria a su paroxismo, también en la UE

Tribuna Fanjul 13/07/25
MIKEL JASO
Gonzalo Fanjul

El pasado 21 de enero las autoridades italianas ampararon la fuga del jefe policial libio Osama Almasri, cuya detención había exigido el Tribunal Penal Internacional (TPI). Almasri —al frente de la infame cárcel para migrantes de Mitiga (Libia)— es un carnicero responsable de al menos 35 homicidios y 22 agresiones sexuales, una de ellas a un niño de cinco años. Bajo su supervisión, los paramilitares han secuestrado, torturado, violado y asesinado a un número indeterminado de migrantes. Pero estos crímenes pesaron menos que la continuidad de un acuerdo de control migratorio diseñado para reducir los intentos de acceso irregular procedentes del Norte de África.

Este episodio lamentable no tuvo lugar en Texas o en Florida, sino en Turín. Sus responsables no forman parte de las milicias de capucha blanca que nutren la nueva Administración americana, sino que lideran uno de los Estados más influyentes de la UE. La impudicia con la que Giorgia Meloni y su ministro de justicia se han burlado del TPI se basa en la certeza de que la opinión pública italiana ha comprado su relato sobre la invasión africana y está cada vez más dispuesta a mirar hacia otro lado.

Aunque Europa no necesita a Trump para aplicar políticas trumpistas, la llegada del nuevo presidente de EE UU ha llevado la lógica antimigratoria global al paroxismo. En las tres semanas escasas que lleva en el poder, su Administración ha impulsado 34 iniciativas políticas que multiplican la deportación de migrantes sin papeles; cancelan los procesos actuales y futuros de protección temporal; militarizan la frontera con México; imponen la repatriación de expulsados a países terceros; y dan carta blanca a las fuerzas de seguridad en este campo, entre otras cosas. La guerra contra los migrantes se extiende a las escuelas, los hospitales y las parroquias en las que estos buscan refugio. La cárcel ilegal de detención de “combatientes enemigos” de Guantánamo se ha transformado en un campo de concentración para personas sin papeles. En una reciente iniciativa, propia del régimen de Vichy, legisladores de Misuri y Misisipi han propuesto premiar la delación de migrantes irregulares con 1.000 dólares por cabeza.

EE UU se está convirtiendo, con el voto y el apoyo de la mayoría de sus ciudadanos, en una distopía orwelliana. Pero, si se paran a pensarlo, cada una de estas medidas es una hipertrofia de las mismas políticas que ya se están aplicando en Europa. Si ellos tienen Guantánamo, nosotros tenemos Libia y Mauritania. Si ellos amplían el muro con México, nosotros hemos multiplicado por siete la extensión de los nuestros en la última década. Si ellos utilizan los aranceles para imponer las deportaciones a Colombia, nosotros chantajeamos con la ayuda al desarrollo para que África frene a su gente. Si algunos de sus sectores económicos ya están sufriendo la desbandada de trabajadores, nuestro modelo de puerta estrecha ha generado en la UE un agujero laboral sin precedentes.

Como en el caso americano, los excesos puntuales de la gestión migratoria europea han ido dando paso a una sólida arquitectura legal y política que legitima la represión y hará muy difícil desandar este camino. El reciente Pacto de Migraciones y Asilo se fundamenta en la idea de la movilidad humana como amenaza, naturalizando prácticas que hace solo una década hubiesen resultado intolerables, cuando no ilegales. Paso a paso, siempre en la misma dirección, los Estados miembros aprueban reformas que limitan el derecho de asilo, castigan la solidaridad de las ONG o consolidan castas ciudadanas basadas en la condición administrativa. Como ha explicado con su candor habitual el primer ministro húngaro, Viktor Orbán: “No hay que moverse hacia el centro, porque el centro ya se ha movido hacia nosotros”. Por eso no puede extrañar el entusiasmo que él y sus pares desplegaron en el aquelarre que tuvo lugar en Madrid este fin de semana, donde la ultraderecha europea siente que su futuro ya está aquí. Viendo el panorama, es difícil no darles la razón.

De la experiencia reciente de EE UU se pueden extraer ya dos lecciones principales: la primera es que el debate de las migraciones importa mucho más allá de los derechos de los migrantes y de su impacto en las sociedades en las que se establecen. La manipulación del miedo —y el odio— al extranjero, se ha convertido en el combustible de una contrarreforma nacionalpopulista que en ningún caso se va a limitar a este asunto. Hoy es posible decir que las mujeres, las personas LGTBIQ, los pacientes pobres, los movimientos ecologistas y, en fin, cualquiera que piense que el Estado está para algo más que para encerrarte, comparten con los migrantes un enemigo común. Lo que ahora constituye una tragedia colectiva puede convertirse pronto en el fundamento de una resistencia compartida que ya ha comenzado en los tribunales.

La segunda lección es que una manera elemental de combatir a un matón xenófobo es no comportarse como él. Por ejemplo, convirtiendo las redadas y deportaciones en obscenos espectáculos de sobremesa, como ha hecho recientemente el primer ministro británico Keir Starmer. Cuando los partidos moderados de derecha e izquierda tratan de llegar al electorado replicando las mentiras y las barrabasadas que proponen los extremistas, lo que consiguen es legitimarlas. De ahí a desmontar los cordones sanitarios existe solo un paso, como demuestra el Partido Popular Europeo en cuanto tiene ocasión.

La realidad es que nunca ha existido en las sociedades de acogida una disposición natural positiva con respecto a los inmigrantes. El único modo de vencer el miedo al otro y la tentación de convertirlo en chivo expiatorio es trabajar de manera tenaz para conseguirlo. Este liderazgo —tan común hoy como los unicornios— debe fundamentarse en una combinación de compasión, interés propio y amor por el Estado de derecho. El punto de partida es una defensa inequívoca de las garantías de protección internacional, gravemente amenazadas por los ataques de unos y la ambigüedad de otros. También es imprescindible poner coto a la desinformación que alimenta esta deriva y a las herramientas tecnológicas y narrativas que la extienden como una gonorrea. No hay “libertad de expresión” en el odio y en la incitación a la violencia personal e institucional. Ninguna persona es “ilegal”. Nadie es solo una “víctima” y el verdadero “problema” de la movilidad humana es ignorar sus motivos y las oportunidades que genera.

Precisamente, son las “oportunidades” de la migración las que pueden darnos una de las claves para salir de este atolladero. Un brillante ensayo editorial de The New York Times comparaba hace poco las ciudades de Houston (Texas) y Birmingham (Alabama) y las consecuencias que políticas migratorias contrapuestas habían tenido en uno y otro lugar. Mientras que la primera se había beneficiado de un modelo flexible y abierto que genera oportunidades para los recién llegados y los que ya estaban, la segunda se está convirtiendo en un erial socioeconómico e identitario donde todos se parecen, también en la desesperanza. Asomada a un peligroso invierno demográfico, Europa tiene la posibilidad de construir un relato vibrante sobre oportunidades, derechos y responsabilidades compartidas. La migración abundante pero ordenada puede formar parte de una propuesta social que evite tanto el proteccionismo xenófobo como el utilitarismo neoliberal.

En el mundo multipolar del siglo XXI, Europa tal vez no pueda ni deba ejercer el ascendiente económico y político que un día tuvo. Pero puede aspirar a una forma de liderazgo —al mismo tiempo ético y práctico— que demuestre lo que es posible y ofrezca una alternativa a la distopía trumpista. En este esfuerzo, la política migratoria va a actuar como el canario en la mina. Despertemos.

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