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POLÍTICA MIGRATORIA
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El verdadero problema de los migrantes para España es que son pocos

Si no hay un incremento significativo en el número de trabajadores migrantes, nuestro país será incapaz de sostener su desempeño económico y financiar pensiones, sanidad y otros servicios

Migrantes España
Un repartidor durante su jornada de trabajo en Madrid, el pasado 18 de julio.Jesús Hellín (Europa Press)
Gonzalo Fanjul

El conjunto de los países de la OCDE se asoma a un invierno demográfico que amenaza a sus economías y a sus servicios públicos. La fuerza de trabajo migrante es una solución indispensable para este desafío, además de un poderoso mecanismo de reducción de la pobreza global. Aprovechar esta oportunidad exigirá reformas que, por ahora, ningún grupo político apoya.

España tiene un problema grave con su inmigración, pero no es el que Abascal piensa. Mientras los partidos políticos discuten histéricamente cómo una potencia económica de 49 millones de habitantes acoge a 3.000 niños extranjeros, la economía nacional se asoma al abismo del invierno demográfico. El argumento es conocido: en ausencia de un incremento significativo en el número de trabajadores y trabajadoras migrantes, nuestro país será incapaz de sostener su desempeño económico y financiar pensiones, sanidad y otros servicios. El cálculo más reciente proviene del Banco de España, que estimó en 24 millones el número de migrantes adicionales que necesitaremos a lo largo de las tres próximas décadas si se quiere mantener la ratio actual entre retirados y personas en edad laboral. Un desafío muy similar al de otros países de la OCDE.

Con este panorama, uno esperaría manifestaciones salvajes de pensionistas y diabéticos, así como un plan de choque por parte de nuestros líderes. Pero la conversación política va por otro lado, y no solo en España. En su discurso inaugural de este mes ante el Parlamento Europeo, Ursula von der Leyen conminó a la UE a cuidarse de “los demagogos del mundo”. Salvo en materia de migraciones, le faltó añadir, donde los hemos colocado al volante. Si echan un vistazo al flamante Pacto Europeo de Migraciones y Asilo —un artefacto policial que no dedica ni una sola medida significativa a atraer a los trabajadores que tan desesperadamente necesita la UE— sabrán a qué me refiero.

La disfunción del modelo migratorio europeo amenaza ya intereses estructurales de nuestras economías, como la disponibilidad de mano de obra. La revista The Economist citaba recientemente una encuesta realizada en 41 países por la multinacional de recursos humanos ManpowerGroup, según la cual el 75% de las empresas tienen dificultades para cubrir vacantes cualificadas, el doble que en 2015. En un encuentro a puerta cerrada con empresarios y expertos de Euskadi en el que tuve la oportunidad de participar hace unas semanas, este diagnóstico era desasosegantemente familiar para España. Ocho de cada 10 empresas vascas declaran tener dificultades para encontrar trabajadores. Esto ocurre con una tasa de paro por encima del 7% y en toda la escala de cualificación, lo que ha llevado a diferentes sectores a mirar fuera de nuestro país.

En el imaginario económico de guardería que predican Vox y su gang internacional, este es un juego de suma cero en el que cada empleo ocupado por un migrante es un empleo arrancado de las manos del hombre blanco. La realidad es que la inadecuación entre las necesidades del mercado y las capacidades disponibles tiene consecuencias indeseables para la productividad, el crecimiento y la competitividad de una economía, lo que complica la generación de nuevos trabajos para quienes ya estaban aquí. Los migrantes crean empleo propio y ajeno, en un proceso que funciona en todas las direcciones, como demostraba un reciente estudio de la Universidad de Colorado: por cada 100.000 migrantes expulsados por el presidente Obama, los estadounidenses perdieron 8.800 empleos. Todo un mensaje para los deportadores en jefe de Estados Unidos y Europa.

Para ser claros, no todo depende de quienes vengan de fuera. La respuesta al desafío existencial de la brecha demográfica vendrá en parte de la tecnología —una robotización del modelo de producción y servicios que ya se está acelerando— e, idealmente, de una iniciativa pública sensata que apoye a las mujeres y a las familias para proteger su derecho a tener hijos. Pero necesitaríamos un escenario de Blade Runner con sotanas para que estas transformaciones reemplazasen la necesidad de una política migratoria infinitamente más abierta, flexible y estratégica de la que ahora tenemos. De hecho, la movilidad ordenada de una parte de la población mundial no debería ser considerada el mal menor, sino una opción deseable por su incomparable potencial para la reducción de la pobreza y la redistribución global de oportunidades.

Si tenemos una solución para resolver una necesidad, la pregunta razonable es por qué no la aplicamos. La respuesta es que no hay nada razonable en el modo en que las migraciones son presentadas, debatidas y reguladas. Partidos de izquierdas y de derechas han reducido la movilidad humana a la categoría de problema. A un asunto que debe ser evitado como amenaza o como tragedia. El resultado es un modelo de puerta estrecha que invita a la migración laboral irregular, atomizado en su gobernanza y patológicamente temeroso. Es imposible encontrar otra política pública en la que la microgestión del Estado haga tanto por entorpecer los intereses de los empleadores y tan poco por proteger los de los empleados y los del conjunto de la sociedad. Cuando los gobiernos dan pasos en la dirección correcta —como ha hecho el del presidente Sánchez con la flexibilización de las condiciones de llegada y arraigo, o con la integración laboral de jóvenes extutelados— lo hacen de manera vergonzante, cautelosa y compensando con golpes de efecto en la frontera Sur. El resultado es, a menudo, un paso adelante y dos atrás.

Es cierto que en este campo carecemos de referentes nacionales absolutos, pero eso no significa que operemos en el vacío. En países tan diferentes como Nueva Zelanda, Canadá, Colombia y Uganda existen experiencias exitosas que merecen ser conocidas. A ello nos ayudan organizaciones como los Partenariados Globales de Movilidad —cofundada por el economista de Harvard Lant Pritchett—, que se dedican a identificar buenas prácticas que luego pueden ser replicadas y llevadas a escala. Alemania, por ejemplo, forma cada año en Filipinas a miles de profesionales de la enfermería a través de un programa participado y financiado por instituciones sanitarias públicas y privadas. Parte de ellos se desplazan después a Europa y parte permanece en el sistema sanitario local. La oficina federal de estadísticas ha calculado que Alemania necesitará hasta 680.000 profesionales adicionales de enfermería en los próximos 25 años.

Entre el modelo actual y el que necesitamos se interpone un verdadero campo minado electoral. Un riesgo es que sea la ultraderecha la que establezca la narrativa del conjunto de los conservadores, como ya está ocurriendo. Pero otro es que liberales y progresistas metan la cabeza en un agujero. Sectores significativos de la izquierda —con algunos sindicatos a la cabeza— rechazan la racionalización del modelo migratorio por utilitarista. Defienden el “derecho a no emigrar” y se oponen con elegancia, pero con contundencia, a cualquier medida de apertura. Su posición no solo cortocircuita la capacidad reformista de quienes gobiernan, sino que reduce este debate a una elección caricaturesca entre proteccionistas rapados y cosmopolitas pijoprogres.

Vamos a necesitar una conversación mucho más seria, porque la movilidad humana establece una de las grandes fronteras éticas y jurídicas de nuestro tiempo. No es posible declararse en contra del nacionalpopulismo y aceptar con naturalidad que el derecho fundamental a una vida digna depende de la posibilidad de nacer en el lugar equivocado. Entre xenófobos y neoliberales debe abrirse paso una tercera vía que dialogue con ciudadanos adultos para construir un modelo migratorio justo e inteligente: que gobierne la movilidad abundante pero digna de trabajadores; que no dé un paso atrás en materia de protección internacional; y que garantice los derechos sociales y culturales de las sociedades que seremos, no de la fantasía melancólica de un puñado de reaccionarios. En otras palabras, que pase a la ofensiva.

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