Más memoria contra la banalidad de Auschwitz
Se entiende la tentación del olvido, pero sería un error enorme caer en ella y dejar de mirar
Hemos sustituido la banalidad del mal por la banalidad de la monserga: invocamos tanto el humo negro de Auschwitz que la mayoría de la gente se ha vuelto inmune a su toxicidad. Como las liturgias religiosas, de tanto repetirse acaban como ruido de fondo, palabreo, significante sin significado. Y sí, claro, luego llegan los turistas a hacerse selfis con caritas y morritos en la verja, bajo el letrero de Arbeit macht frei, y el Memorial de Auschwitz protesta, y mucha gente se indigna y reclama respeto al dolor sagrado de las víctimas, pero también ese cabreo está sobreactuado.
Auschwitz corre el riesgo de sucumbir a una saturación de recuerdos y a la explotación banal de su nombre. Entren a una librería y recorran las estanterías llenas de novelas que llevan Auschwitz en el título: la bibliotecaria, el tatuador, el maestro… Es normal que las conmemoraciones caigan ya como lluvia sobre barro y que pocos se detengan a meditar sobre el horror.
Se entiende la tentación del olvido, pero sería un error enorme caer en ella y dejar de mirar. Sería nefasto que, por puro hartazgo, nos vacunásemos contra el escalofrío y abandonásemos el hilo de la reflexión colectiva que atraviesa varias generaciones de europeos, uniéndolas en una comunidad histórica y consciente. Hemos crecido con Auschwitz como horizonte moral. Para nosotros, es la idea misma del infierno, y su dimensión y hondura rebasan nuestra capacidad de imaginación. Aún no entendemos bien qué fue aquello, por más que lo estudiemos, y cualquier comparación con otros genocidios posteriores se queda muy chica.
El remedio no pasa por cerrar los ojos, sino por abrirlos más y mejor, atentos a las ficciones y a las meditaciones incómodas que desarman el cliché de los niños con pijamas de rayas. Auschwitz genera basura literaria, aunque también algunas de las obras más sublimes y perturbadoras de la literatura y el cine contemporáneos, que funcionan como espejos. No comprendemos la dimensión del horror, pero las circunstancias que llevaron a él nos son muy familiares. Entendemos bien el odio y la indiferencia, entendemos bien la hipocresía y el egoísmo. No concebimos el ruido y el olor de los crematorios, pero sí la delación y los celos. Sabemos que, dadas las circunstancias, nadie se libra de ser verdugo o cómplice, y sabemos también que nadie aguanta a pie firme la mirada limpia de un valiente o de un mártir. Eso no se recuerda en una ceremonia oficial, pero sin ellas tal vez lo olvidaríamos más fácilmente. Y podemos olvidar la historia, las fechas y los datos, pero no el temblor humanísimo que desencadena el crimen absoluto.
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