El imperio de los millonarios
El poder tecnológico se exhibe como cómplice de un Trump condenado y cuyo programa de gobierno pisotea los derechos humanos
El mercado de la vivienda de lujo de Washington está revolucionado: nuevos millonarios han llegado a la ciudad. En esa casa tan elegante vivió el hijo de Abraham Lincoln y allí vive la viuda de Ben Bradlee, uno de los faros democráticos del cuarto poder del siglo XX, el director de The Washington Post en los días míticos de los papeles del Pentágono o del Watergate. La escena la contó Elisabeth Bumiller el domingo pasado en el New York Times. Suena el teléfono. La veterana periodista Sally Quinn, que mantiene una columna en el periódico en el que conoció a su marido, descuelga. Es un agente inmobiliario. ¿Le interesaría vender? Estilo neocolonial, fachada de ladrillos rojos, la mejor arquitectura civil en la capital del poder político occidental. Gracias, pero no. “Esta es mi casa”. No es que en la administración Biden no hubiese hombres con mucho dinero. Es que en la que configura Trump, como en parte ocurrió en 2016, hay personas con muchísimos millones más. Miles. Elon Musk, por supuesto, y otros que hicieron considerables donaciones a la campaña electoral convencidos que podrían rentabilizar esa inversión.
En el Capitolio, en la ceremonia de investidura como presidente del magnate inmobiliario, la elite de la oligarquía digital tuvo mayor relevancia que los expresidentes que estaban allí, demócratas y republicanos, simbolizando la continuidad institucional. Ahora hay otra legitimidad paralela. Como si hubiesen tomado posesión del edificio que el trumpismo más populista quiso ocupar hace cuatro años, el poder tecnológico se exhibió como cómplice necesario e impúdico de un Trump condenado y cuyo programa de gobierno ya pisotea el credo de los derechos humanos.
No se esconden. ¿Los ven? Algunos buscan casa en Washington. Son Tim Cook de Apple y Sam Altman de OpenAI, el director de TikTok, Shou Zi Chew, o Sundar Pichai de Google. También empresarios y propietarios de redes sociales —como Musk y Mark Zuckerberg— que, en la práctica y sin advertirlo, interiorizamos como medios de comunicación porque editorializan al seleccionar la información en función de su interés ideológico o económico. También estaba Jeff Bezos, propietario de Amazon y del Post —el periódico de Ben Bradlee—. El 4 de enero su caricaturista Ann Telnaes publicó un post en el que anunciaba que dejaba el periódico en el que venía trabajando desde 2008. En el boceto de la viñeta que debía publicarse aparecían Mickey Mouse (en representación de Disney, propietaria de la cadena de televisión ABC) rendido en el suelo y Zuckerberg, Altman, Bezos y Patrick Soon-Shiong —dueño del ‘Los Angeles Times’ y otro empresario millonario: 7.100 millones de dólares según Forbes— inclinando la rodilla frente a una escultura de un emperador romano de aspecto trumpiano y al que ofrecían bolsas de dinero. No es que en el pasado no le hubiesen rechazado un dibujo o pedido una revisión, faltaría, pero esta vez había sido censura ideológica para no incomodar al propietario.
Así se silencia la crítica al principal poder que está degradando hoy la democracia occidental. Van ganando. Como los congregados en la escena inicial de El orden del día de Éric Vuillard, llamados a financiar la campaña que llevó a Hitler al poder, saben por qué están allí. “Tal invitación, un tanto descarada, no les pillaba de nuevas a esos hombres; estaban acostumbrados a las comisiones y a los pagos bajo cuerda. La corrupción es una carga ineludible del presupuesto de las grandes empresas”. Los de 1933 producían coches, lavadoras, radios, pilas de reloj. Los de ahora son quienes (nos) controlan al Homo interneticus. El éxito de su negocio es determinar qué debemos pensar y comprar. Lo profetizó J. G. Ballard: “El consumismo despierta un apetito que solo el fascismo puede satisfacer”.
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