Trump como sujeto político no identificado
¿Cómo ajustar su desprecio de las normas y su amoralidad a los esquemas de una democracia liberal?
En pleno proceso de transformación de la integración europea, Jacques Delors dio con una buena definición de la criatura política que tanto contribuyó a implantar. Como es bien sabido, la definió como un OPNI, un objeto político no identificado, porque no se ajustaba a los modelos de integración política hasta entonces conocidos. Ahora que no podemos ignorar lo que se nos viene encima con la nueva presidencia de Trump, no está de más especular sobre la forma política que este personaje puede llegar a introducir en su país. No ya porque vaya a sacudir los cimientos de la Constitución estadounidense, que no creo que lo consiga, sino por su estilo de gobierno y las transformaciones que en él pueda introducir. No en vano, ya empiezan a circular expresiones tales como presidencia imperial, monarquía electoral, plutocracia, tecno-oligarquía o tecno-feudalismo, caquistocracia… Todas ellas encajan y, a pesar de ello, ninguna acaba de dar con la naturaleza de la fuente encargada de darles vida, el propio Trump.
Lo único que en realidad sabemos de él, aparte de su soberbia narcisista, es que es imprevisible, errático, y que gobernará de forma caprichosa y provocadora, siempre guiado por los grandes tótems del poder y el dinero. Sus ansias imperiales pueden quedar en nada, como aquella anterior promesa suya de erigir un muro en la frontera y que lo pagara México; no así, creo, su coqueteo con la pluto-tecno-oligarquía, el machaque de las élites políticas, académicas y periodísticas progresistas, y la ruptura del internacionalismo a favor de una descarada apuesta por el America First. Y tengo mis dudas respecto al retorno a un mercantilismo nacionalista; ya ha empezado a moderar su discurso sobre los aranceles. En todo caso, el mecanismo de control más efectivo a sus políticas vendrá de los agentes económicos.
La mayor incertidumbre y preocupación es su potencial deslizamiento hacia prácticas autoritarias o iliberales. ¿Cómo ajustar esa anomalía política, caracterizada por su desprecio de las normas y su amoralidad, dentro de los esquemas de una democracia liberal? Más aún después de shock sufrido por los demócratas, a los que se ve descarriados y con poca capacidad para hacer una oposición eficaz. Frente a lo ocurrido en la anterior llegada del magnate al poder, ya nadie habla de “resistencia” y su reacción frente al blitz de las primeras medidas presidenciales se ha limitado a impugnar aquellas que más flagrantemente rompen con el orden jurídico existente. Es como si, con perdón, ya se dieran por jodidos. En esto influye sin duda el desánimo derivado de haber pasado todos estos años obsesionados por descalificar a Trump, por convertirlo en un candidato aborrecible, indigno e inelegible. La sorpresa es que, al final, el pueblo va y lo vota. No es de extrañar, por tanto, que se queden sin palabras. Porque, por volver a sus primeros decretos, Trump por ahora no está haciendo nada que no dijera que fuera a hacer. Los ciudadanos estaban avisados.
Tomemos nota: el núcleo de la batalla por la supervivencia de las democracias reside en cómo se resuelva la disputa entre sus dos principales dimensiones, el principio de mayoría y las instituciones del Estado de derecho. Ahí es donde debemos poner el foco. No ya solo por los antecedentes que nos encontramos en otros gobiernos populistas, también porque nuestro sujeto es alérgico a los anticuerpos institucionales de limitación del poder y su corte de tecno-plutócratas se ha hecho ya en gran medida con el control del espacio público. Solo les falta ya fagocitar TikTok. Aun así, Estados Unidos no es Hungría. Esto no ha hecho más que empezar.
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