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Tribuna
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Por qué a muchos nos gusta tanto el béisbol

Quienes no lo aprecian han perdido el compacto disfrute competitivo, intelectual y estético del deporte más cerebral y bello de los que se han practicado en el mundo

Ilustración de Martín Elfman para la tribuna ‘Por qué a muchos nos gusta tanto el béisbol’ de Leonardo Padura
Martín Elfman
Leonardo Padura

Tengo un amigo que me ha regalado esta explicación: ¿sabes cuál es la gran diferencia entre el fútbol y el béisbol? Pues radica, argumenta el colega, en que si un extraterrestre recién apeado te pide que le expliques cómo funcionan esos dos deportes, en 10 minutos le puedes recitar las reglas fundamentales que le harán entender lo esencial de un partido de fútbol: se juega en un terreno rectangular, la pelota debe entrar en una jaula que se llama portería, se la puede tocar con cualquier parte del cuerpo menos con brazos y manos (excepto por el guardián de la jaula), si alguien está fuera de lugar (más allá del último defensor contrario y esta es una cuestión más bien ética) se invalida la acción. Y poco más. Claro, al final de los 90 minutos reglamentarios gana el desafío el bando que más veces penetre la susodicha portería. Y es que la simpleza reglamentaria del fútbol se debe también al sencillo concepto ancestral que anima el espíritu de casi todos los deportes con pelota: se trata del enfrentamiento de dos ejércitos, y el vencedor es aquel que en más ocasiones tome con éxito la posición (la fortaleza) del enemigo.

Sin embargo, cuando a ese mismo extraterrestre curioso intentemos explicarle el funcionamiento de un partido de béisbol, nos veríamos afrontando un primer problema: si el libro de reglas del fútbol tiene unas 20 páginas, el volumen del béisbol sobrepasa las 150, con más de medio centenar de reglas e incontables acápites y anexos en cada una de ellas. Además, como si se quisiera complicar más las cosas, este deporte altera un principio básico consustancial al resto de los juegos con pelota, más aún, invierte toda la filosofía del “combate” deportivo, y es que el equipo que está a la defensiva… ¡es el que tiene la pelota! El pobre alien entonces empezará a no entender nada o a pedir explicaciones sin aclararse mucho, más o menos como le ocurre a las personas que no nacieron en tierras con cultura de béisbol… Por más que se esfuercen nunca logran conocer todos los matices, posibilidades, decisiones físicas y mentales, estrategias visibles u ocultas, que rigen un partido de béisbol. A veces ni siquiera entenderán su retórica y léxico (lo demuestran con sus desternillantes aportes los traductores ibéricos de Paul Auster), que son los mismos si se juega en un gran estadio que si se practica en un terreno yermo de cualquiera de los países que fuimos bendecidos con su adopción y mamamos el béisbol de la teta materna. Porque si algo les puedo asegurar es que el béisbol no es solo el más complejo de los deportes con pelota, sino también el más hermoso que hasta hoy se haya creado.

Como nativo de tierras con cultura beisbolera, me cuesta asimilar que un deporte tan cerebral, creado bajo el influjo del racionalismo y el espíritu de modernidad del siglo XIX, haya tenido una muy pobre expansión universal, aunque entre su creación en las ciudades de la Costa Este de Estados Unidos hacia 1840 y su penetración por el Caribe hispano y parajes tan remotos como Japón, Corea y Australia, apenas transcurrieron unas pocas décadas. Porque la supuesta complejidad reglamentaria (su real complejidad) es la que le confiere el atractivo a un ejercicio en el cual, cuando aparentemente no pasa nada (nadie se mueve, a veces nadie respira: ni en el terreno ni en las bancas ni en las gradas ni en los sofás frente al televisor) se pueden estar decidiendo quizás las cosas más importantes. Porque si en el fútbol, el baloncesto, el polo acuático se juega a un ritmo vertiginoso, desarrollando más tácticas que estrategias, en el béisbol todo es estrategia, cada opción se encadena para que, con la acumulación de decisiones puntuales y acciones posibles, de pronto se desate el vértigo y se logren los objetivos que se concretarán (o no) a la postre. Y esa condición lo hace único y magnífico.

Por supuesto que no: no pretendo persuadir a los que no poseen la cultura del béisbol de la fastuosidad del espectáculo ni convencerlos de los niveles de tensión que se viven a lo largo de un partido en un deporte en el cual “nada termina hasta que se acaba”, como sentenciara uno de sus grandes practicantes. Apenas me propongo advertir de su carácter singular y su capacidad de generar disfrute no solo por lo que ocurre en el terreno, sino además por lo que el iniciado estima que pudo haberse hecho, entre decenas de posibilidades. Porque lo comprobado es que (y hablo desde la experiencia personal de haber podido asistir a estadios en varios países), con sus comportamientos particulares, forjados por las diferencias culturales, la práctica y la pasión por el béisbol se viven con semejante intensidad en una ciudad norteamericana (Estados Unidos, Canadá y México), que en un barrio del Caribe hispano y holandés o en una capital de Japón, Corea o Australia, y forman parte de las manifestaciones públicas más atractivas y seguidas por millones de fanáticos. Esos conocedores que, a lo largo de décadas, han forjado la mitología de una práctica que, como todas las manifestaciones culturales, ha creado su mitología y coronado a sus héroes. El Bambino Babe Ruth y Joe DiMaggio en Estados Unidos; Roberto Clemente, El Grande, en Puerto Rico; Sadaharu Oh, Rey del Home Run, en Japón; o el cubano Martín Dihigo, llamado El Inmortal, el único jugador exaltado al Salón de la Fama de tres países diferentes.

No es casual, por ello, que la literatura, el cine, las artes plásticas y el teatro de muchos de estos países hayan acogido el béisbol como asunto y espacio de reflexión social y humana. Tampoco que a su alrededor se hayan concretado y hasta catalizado procesos identitarios, como ocurrió en Cuba con el fenómeno de la integración social del negro en las décadas finales del siglo XIX, el momento de la formación cultural y espiritual de la nación nacida como Estado unos años más tarde.

Gracias al profundo arraigo del béisbol en tierras de América y de Asia, es que ya no puede resultar extraño que el jugador más famoso y mejor pagado del mundo en estos instantes sea un japonés: el galáctico Shohei Ohtani, megaestrella de la selección campeona mundial (sí, los nipones tienen la corona universal) y contratado por un equipo del circuito de las Grandes Ligas estadounidenses por 700 millones de dólares, pagaderos en diez temporadas... dinero que se está ganando con el espectáculo que ofrece cada día, con los increíbles récords que establece, y cuya actuación es reflejada como noticia incluso en este mismo diario que leen amantes conocedores del béisbol y también extraterrestres que no tienen idea de lo que hace el fenómeno Ohtani. Y les aseguro que quienes no logran apreciarlo han perdido un compacto disfrute competitivo, intelectual y estético por no tener el conocimiento que les permita disfrutar del deporte más cerebral y bello de los que se han practicado en el mundo.

En fin, es por eso que hoy, aun en medio de las revolturas que asolan al mundo, yo quería hablar de algunas razones por las cuales a tantas personas nos gusta el béisbol. O la pelota, como decimos los cubanos.


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