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Columna
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Donald Trump es Han Solo

En Silicon Valley se ha creado una cultura de privilegio sin precedentes que ahora tratamos de domesticar con leyes, sentencias y multas astronómicas que nadie sabe cómo cobrar

Donald Trump y Elon Musk, durante un acto de campaña en Pensilvania, en octubre.
Donald Trump y Elon Musk, durante un acto de campaña en Pensilvania, en octubre.Evan Vucci (AP)
Marta Peirano

Así es como describía Peter Thiel el estado de la galaxia en una entrevista con el canal independiente de noticias The Free Press, inmediatamente después de la victoria electoral de Donald Trump: “La izquierda, el partido demócrata, es el Imperio Galáctico. Son todos soldados imperiales. Y nosotros somos la andrajosa Alianza Rebelde, un grupo incómodamente diverso y heterogéneo donde tienes, qué sé yo, a gente como el adolescente Chewbacca y la princesa Leia. Luego tienes a la persona tipo autista C3PO, obsesionado con las políticas. Es una Alianza Rebelde improvisada contra el Imperio”.

Sin ser yo una experta en La guerra de las galaxias, puedo decir que la andrajosa Alianza Rebelde es una fuerza armada clandestina que se opone militarmente al Imperio Galáctico con la intención de disolverlo y restaurar el régimen político anterior: la República Galáctica. La pregunta es qué clase de república galáctica quieren restaurar Donald Trump y sus delfines tecnológicos. No hace falta muchas pistas para saber que quieren restaurar la gran utopía randiana. Se creen los rebeldes de John Galt.

En La rebelión de Atlas, la gran novela de Ayn Rand, los ingenieros, inventores y grandes industriales de América se declaran en huelga y desaparecen sin dejar rastro. El título hace referencia a Atlas, un titán al que Zeus ha condenado a sujetar el peso de los cielos. Cuando Atlas se encoge de hombros, el mundo se queda solo, condenado a su propia destrucción. En el libro, los genios que “hacen funcionar el mundo” se rebelan contra el Gobierno colectivista que les oprime, un sistema social y económico que se aprovecha de sus logros, obstaculiza su excelencia, coarta sus proyectos con leyes obtusas y los obliga a redistribuir su riqueza a base de impuestos y sanciones, siempre en nombre del bien común. La novela empieza el día que abandonan y escapan juntos al Cañón de Galt, una comunidad oculta entre las montañas donde por fin son libres de perseguir sus intereses e innovar sin interferencias, conviviendo únicamente con emprendedores, científicos, artistas y pensadores de su misma clase, liderados por un visionario mítico, John Galt.

Hay que estar ciego para no entender que, para la élite tecnológica pero también la financiera, Silicon Valley ha sido ese cañón. Han disfrutado de dinero público, préstamos baratos, ventajas fiscales y generosidad por no decir laxitud administrativa durante más de dos décadas, tanto en EE UU como en el resto del mercado global. Se ha creado la cultura de privilegio sin precedentes que ahora tratamos de domesticar con rapapolvos en el Congreso, leyes de responsabilidad de contenidos, sentencias antimonopolio y multas astronómicas que nadie sabe cómo cobrar.

Nos hemos convertido en el Gobierno colectivista que les oprime con normativas obtusas y les roba con impuestos y sanciones. Pero este Atlas se saca el mundo de los hombros porque se lo quiere comer. El ejército rebelde viene a derrocar el régimen para imponer un modelo plutocrático de líderes seleccionados de forma no democrática en función de su experiencia, riqueza o destrezas tecnológicas. Viene a desmantelar las políticas de bienestar que incentivan la mediocridad y la dependencia y derrocar a las élites políticas, académicas y mediáticas que viven de ellas. “Yo ya no creo que la libertad y la democracia sean compatibles”, escribió Peter Thiel en 2009. Pronto veremos la implementación.

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