Golpe a golpe
Un puño poderoso y autoritario golpea las puertas de la democracia sin que la ciudadanía lo reconozca como enemigo
En la última década, los golpes de Estado han sido una creciente expresión de la antipolítica en el continente africano. Como intuimos después de analizar el triunfo electoral de Donald Trump, nada hay más eficaz que captar la pulsión antisistema para obtener la confianza apasionada de quienes se sienten perjudicados por el presente. Lo raro de esta ecuación en que en el caso de EE UU, y en otros similares, los ciudadanos no optan por alguien ajeno al sistema, enfrentado y creativo, sino por una oligarquía triunfante descarada, lenguaraz y sin complejos. Algo así como si el antisistema resultara ser en verdad dos tazas de sistema, pero tragadas además sin filtro. En la mayoría de los golpes de Estado que hemos presenciado en los últimos años se ha reproducido la norma habitual. Un poder, militar por supuesto, toma el palacio presidencial con el discurso de afianzar el sistema democrático. Semanas después, ese relevo se transforma en apoltronamiento y, en un entorno geoestratégico donde se aprecia más la estabilidad que la justicia, asistimos a la eternización del país afectado en ese limbo. Tendríamos el modelo egipcio encarnado por militares y el peruano por civiles, pero hay tantos que es imposible enumerarlos sin salirse del corsé de palabras de un artículo.
La intentona, descalabrada en el último momento, por la que el mandatario surcoreano Yoon Suk-yeol intentaba imponer la ley marcial en su país, ha sido el último plato de esta nueva cocina. El país en el que ha sucedido nos debería obligar a temblar. Lo que considerábamos una democracia consolidada figuraba lejos del ejemplo de asonada tipo. Pero ahí está, y quedan los añicos de la confianza ciudadana que habrá que recomponer poco a poco. No en vano, el intento de toma del Congreso estadounidense para evitar la primera derrota de Donald Trump fue la primera pista de que ninguna democracia adulta vive ajena hoy al peligro de reversión. En este caso, una horda ciudadana, amparada por el discurso del perdedor herido, se consideró autorizada a interrumpir el proceso sucesorio. Cuatro años después, la victoria de Trump es una amnistía rotunda a los participantes. El impacto de aquellas imágenes perduraba cuando los seguidores brasileños del ultra Jair Bolsonaro protagonizaron un acto similar tras la derrota de su líder frente a Luiz Inácio Lula da Silva. Si la justicia brasileña no comete los errores y las dilaciones que han jalonado la revisión del caso gemelo norteamericano, es muy posible que Bolsonaro esté inhabilitado para presentarse a una reelección. Y se habrá desarmado así un modelo de golpe fraccionado y en diferido.
Se acumulan noticias perturbadoras. Las elecciones en Venezuela y en Georgia se han resuelto con pucherazos. En demasiados países se suspende la credibilidad del resultado electoral por injerencias externas, y la orden de repetir las presidenciales en Rumania es la primera de muchas futuras decisiones judiciales que concluirán que nos encontramos ante una fragilidad democrática enorme. Si los golpes en África tienen siempre detrás el papel de potencias externas que propician un novedoso amparo, corrupto y opaco, en los procesos democráticos la amenaza reside en la injerencia externa, muchas veces a través de inocentes aplicaciones en redes sociales. Las puertas de la democracia son golpeadas sin pausa por un puño poderoso, autoritario y cargado de urgencia, al que no siempre la ciudadanía reconoce como enemigo, sino que en ocasiones toma la forma de esencialista y cómplice de un malestar real.
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