Los hombres pasan, las instituciones permanecen
La democracia se defiende respetándola en el fondo y en las formas, sirviendo a la ciudadanía y no a los intereses de los partidos políticos
La frase con la que titulo el artículo es de Jean Monnet, impulsor de la integración europea. Hace poco, concedieron el Nobel de Economía a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson por sus trabajos sobre cómo se forman las instituciones y cómo afectan a la prosperidad. Acemoglu y Robinson son los coautores del libro Por qué fracasan los países, en el que mantienen la tesis de que su prosperidad depende de sus instituciones. Pese a las críticas, que la acusan de planteamientos eurocéntricos, teorías antihispanas y falta de rigor en la definición de conceptos importantes para su hipótesis, la obra resulta muy sugerente. Es difícil negar la relación entre las instituciones y la economía. Los autores mantienen que “la democracia verdadera, genuina e inclusiva importa, muy claramente” y señalan que “hemos detectado que las economías que se democratizan desde un régimen no democrático crecen más rápidamente”.
España pasó de una dictadura a una democracia y, pese a las crisis nacionales e internacionales, ha alcanzado una notable prosperidad. Pero en la actualidad se percibe cierta fatiga en los materiales de nuestro entramado institucional. Recuerdo una conversación con Manuel Marín recién terminada su presidencia del Congreso: se quejaba de que no le dejaron reformarlo, pese a ser necesario. Lo escribió en un artículo que el Huffington Post publicó el día de su fallecimiento en diciembre de 2017: “Pude comprobar que ningún partido político estaba interesado en reforzar y reformar las instituciones básicas de nuestra democracia. En controlarlas y servirse de ellas, en esto, sí que estaban de acuerdo”.
En dicho artículo hacía un duro diagnóstico que siete años después no ha mejorado sustancialmente. Recordaba las palabras de despedida que dijo a sus señorías: “sería insoportable para nuestra vida pública perpetuar aquella forma de hacer política basada en la crispación” y les instaba a recuperar el consenso, el sentido del límite y las formas. Si Manolo viera hoy cualquier sesión de control en el Congreso quedaría desolado.
A Marín le preocupaba la grave situación por la que estaban atravesando la mayoría de las instituciones públicas y “el peligro de italianización” de nuestra política. Citaba entonces las recusaciones entre los magistrados del Tribunal Constitucional; la falta de renovación del Consejo General del Poder Judicial; las diferencias políticas del Parlamento reflejadas en los organismos reguladores… Y lamentaba que “la aceleración de este preocupante proceso terminó alcanzando al Defensor del Pueblo, al Tribunal de Cuentas, al Consejo de RTVE, a la propia monarquía y al mismísimo Banco de España”.
El lector puede hacer un repaso de cómo estamos ahora en España en relación con el prestigio de las instituciones y el balance será muy deprimente. En nuestro caso, un país compuesto con nacionalidades y regiones, el respeto institucional es aún más imprescindible, pues sin él, además de un Estado compuesto, seremos un país complicado difícil de gobernar. En la búsqueda del bien común y en la resolución de los problemas de los ciudadanos es exigible el respeto y la colaboración de todas las administraciones; sin embargo, vemos, por ejemplo, cómo son las relaciones entre el Congreso y el Senado, cómo la presidenta de una comunidad autónoma se niega a acudir a una convocatoria del presidente del Gobierno de España, el contubernio de la justicia y la política, los casos de corrupción… Hay muchos ejemplos de desencuentros y pocos de consensos, necesarios en un país “complicado”.
No analizo ahora las causas de la polarización política y la relación insoportable entre los partidos, solo constato que se producen y que es urgente acabar con la espiral de mentiras y calumnias que no favorecen la estima de los ciudadanos por nuestra democracia, en la que las cuestiones de fondo exigen respeto a las formas.
Los ciudadanos no quieren que los políticos se enfrenten siempre y no acuerden nunca; desean soluciones a sus problemas y satisfacción a sus necesidades.
La responsabilidad de los líderes políticos en este clima es innegable, no son los únicos responsables, pero precisamente por su condición de dirigentes tienen más responsabilidad. Se da la circunstancia de que hay más tensión y violencia verbal en el hemiciclo que en las tertulias de los bares. En nuestra historia hemos tenido demasiados episodios de enfrentamientos fratricidas, pero no porque en el ADN del pueblo español haya una tendencia al cainismo, sino porque las clases dirigentes han sido los inductores. Es imprescindible hacer pedagogía de la reconciliación, del acuerdo y del entendimiento. Pactar no puede ser considerado como algo indigno que supone abandonar principios inamovibles.
Lo que ocurre en toda Europa nos obliga a recordar que la democracia es como una planta de invernadero que hay que cuidar y regar. En los años treinta del siglo pasado ya se comprobó su fragilidad. Hoy la situación es otra, pero pueden establecerse similitudes y la reacción debe ser el compromiso de defender la democracia. Y la democracia se defiende respetándola en el fondo y en las formas y dignificando las instituciones que deben servir a la ciudadanía y no a los intereses de los partidos políticos.
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