¿Qué es una Constitución?
No hay que centrar la discusión en limitar el poder de los jueces sino en mejorar los arcaicos sistemas de selección y formación, porque la imparcialidad también se aprende
La necesidad lo determina todo. ¿Quién no lo sabe? Y nos obliga a organizarnos y a fabricar el derecho: un conjunto de palabras, de enunciados y reglas que inventamos para poder defendernos y con-vivir. Así que no hay una sociedad sin derecho, aunque solo el Estado de derecho, la democracia, viene regulada y sometida a él.
¿Qué es, pues, la Constitución? Desde luego, no es un fin, como sostienen aquellos que no quieren tocarla, los que pretenden hacer presente el pasado, aquellos que ponen los ojos en blanco cuando hablan del “concepto” de “ley” o de “principios” y dicen no estar dispuestos a dejarse contaminar con historias, casos o subjetividades cuando irremediablemente lo están y lo saben.
La Constitución, ¿hay que recordarlo?, es un producto muy nuestro, incluso demasiado nuestro: imperfecto, caprichoso, interesado, que envejece como cualquier otra materia. Es como el agua o el oxígeno: una necesidad, una herramienta, un mecanismo esencial para organizar un Estado democrático. Pero no es un fin.
Para la Constitución, sin duda alguna, el único fin es la persona, cada persona. Todo lo demás son medios e instrumentos. En democracia, la persona es la medida de todas las cosas. Ni el Estado, ni el mercado: la persona y sus derechos, por encima de todo.
Dicho sin más rodeos, la Constitución es un contrato social, con un montón de palabras que nos dicen cómo se hacen las leyes, quién puede ejercer el poder político, en qué condiciones y cuáles son los límites, y todo con la finalidad de garantizar nuestros derechos. Y nos guste o no, como contrato, siempre se aplica de acuerdo con intereses y circunstancias. En una Constitución nada puede darse por sentado; sus palabras también son apariencia, aproximación, juego, y nunca son inofensivas.
No tenemos otra forma de hacer las cosas. Los enunciados de la Constitución no son nada hasta que se leen y aplican, porque, por muy enciclopédica que sea, la Constitución es muda y necesita que alguien hable por ella. Y ahí está el problema porque, cuando hablamos, cuando leemos, cuando la interpretamos y aplicamos, lo hacemos con nuestro cerebro y, por tanto, a partir de prejuicios, ideologías e intereses que fácilmente pueden hacer decir a la Constitución lo contrario de lo que esperamos que diga.
Lo estamos viendo. ¿Cómo íbamos a imaginar que las palabras fundamentales correrían tanto peligro? Solo hay que ver cómo se está vaciando la palabra “libertad” hasta convertirla en un engaño, en un fraude.
Para entendernos: el derecho a la libertad no cae del cielo; no es una ideología, ni una promesa eternamente diferida. Cuando la Constitución dice “libertad”, no se está refiriendo a la libertad formal sin efectos ni consecuencias, a la libertad de los sueños, ni a la libertad solo para aquellos que puedan comprarla, sino a la capacidad individual y real necesaria para poder elegir y equivocarse; a la autonomía personal necesaria para poder decir no, porque disponemos de los derechos humanos para disfrutarlos, pero también para defendernos y resistir. Ser libre es poder elegir. Mi libertad soy “yo”, y la democracia es mi castillo.
Y qué me decís del derecho a la “seguridad”, bajo el que se han logrado los mayores avances en libertades y que ahora se pretende utilizar para justificar un determinado orden público obsesionado con aplicar caprichosas restricciones a los derechos y a sus mecanismos de garantía, como las leyes ómnibus de la Comunidad de Madrid.
La seguridad del artículo 17 no se logra automáticamente cuando se aprueba una Constitución y se establece un determinado orden público con sus instituciones y procedimientos. ¡Qué fácil sería! Las dictaduras proporcionan siempre orden, pero también temor y mucha inseguridad. ¿Cómo podemos olvidarlo?
La Constitución solamente proporciona seguridad, en su sentido democrático, cuando logra la realización de las exigencias humanas de libertad, justicia y solidaridad. Hay seguridad cuando vivimos con el convencimiento de que nuestros derechos están protegidos y son efectivos frente a los demás, y sobre todo, frente a los más fuertes.
Y, claro, ahora que regresa el runrún autoritario y espiritual, ahora que estamos a punto de tirar la toalla y regresar al tiempo de las banderas y los magos, si no fabricamos resistencias y desvelamos intenciones, estamos perdidos, y ya vamos un poco contracorriente.
Entonces, ¿quién manda? Sin duda, aquellos que dan voz a las palabras de la Constitución, aquellos que disponen de los medios para dominarlas. Eso es todo, porque una misma palabra cambia de sentido de acuerdo con la fuerza que se apodera de ella. Por eso los problemas constitucionales, en buena medida, son problemas de poder.
Pues bien, en democracia, los encargados de esta tarea son los jueces y magistrados y la lección es clara: la mente lo determina todo. Las sentencias también están hechas con el cuerpo y la memoria. ¿Cómo podrían hacerse, si no?
Claro que los jueces no pueden ser esclavos de sus sentimientos, opiniones y preferencias, pero, precisamente por eso, deben tenerlas muy en cuenta. Claro que están sometidos, por fuerza, al imperio de la ley; que no pueden inventar o imaginar el derecho. Pero, desde luego, no tienen más remedio que decirlo, que elegir entre alguna de las posibilidades que les ofrecen las palabras jurídicas: unas palabras oscuras, sin dueño y cargadas de intenciones.
Así que, ¿hemos hecho bien dejando tanto poder en manos de los jueces y magistrados? En una democracia como es debido no hay otra opción, porque el trabajo de los jueces cobra un nuevo sentido y alcance cuando la Constitución los convierte en la garantía última para la efectividad de nuestros derechos más fundamentales.
Cada juez posee así la independencia y la capacidad para medir y orientar sus actuaciones, y a esta capacidad se le llama poder, con sus efectos y consecuencias. Pero un poder cuya contrapartida es la responsabilidad del juez, ante él y ante todos, responsabilidad que es la capacidad democrática por excelencia.
Y ¡ojo!, porque en esta cuestión algo cojea. Sin duda, es necesario corregir, con todas las garantías —eso sí—, esta imagen popular, y no por ello totalmente falsa, de lo extremadamente difícil que resulta exigir responsabilidades a los jueces autores de errores judiciales, sentencias deliberadamente injustas, actuaciones arbitrarias, o incluso dejadez o falta de preparación.
Lo que quiero decir es que los jueces son independientes frente a todos, pero también deben esforzarse por serlo frente a sí mismos, porque la máscara de juez imprime un plus de fuerza que fácilmente puede convertirse en una sensación de ebriedad y arrogancia que lo aísla y confunde, incluso hasta perder el reloj.
¿Qué podemos hacer? La discusión no debe centrarse entonces en limitar el poder del juez o, lo que es peor, negarlo, sino en mejorar, por ejemplo, los arcaicos sistemas de selección y formación, porque la imparcialidad y la neutralidad también se aprenden.
Así que estamos en apuros. El marco jurídico está crujiendo y la sensación de desamparo reaparece. Necesitamos urgentemente recuperar la auctoritas, la confianza social en el trabajo de los jueces y magistrados. Porque nuestra querida Constitución, según quien se apodere de sus palabras, puede ponerse al servicio de un régimen autoritario, o de un mandarinato y nuestros derechos transformarse en humo.
¿Quién nos lo iba a decir? El fin de nuestra era está a la vista, y el sistema democrático en aprietos (Trump, Netanyahu…). Mirad cómo las piedras de sus pilares empiezan a caer a nuestros pies. Y mucho cuidado con la que puede aplastar nuestras cabezas.
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