Aplaudir la vergüenza
La posibilidad de que un puñado de políticos hayan podido embolsarse unos miles de euros de manera ilegal se nos hace cosa de poco


Hubo un tiempo en el que la corrupción nos preocupaba. No fue hace tanto, apenas 10 años: en 2014, en mitad del proceso de la Gürtel, era la principal inquietud del 63,9% de los españoles. En 2017, casi el 50% la consideraban una de las grandes lacras de la sociedad, y ocupó el número dos en la lista de problemas nacionales elaborada por el CIS.
Pero han pasado muchas cosas desde entonces, y nuestras preocupaciones han cambiado. Ahora son, por ejemplo, el auge del fascismo y la propagación del socialcomunismo, porque siempre es más fácil luchar contra un hombre de paja que enfrentarse al de carne y hueso. La periodista Marta García Aller publicó recientemente una recopilación de artículos titulada con tino Años de perro, en la que reflexiona, entre otras cosas, sobre la vorágine de acontecimientos en los últimos tiempos que trae consigo la sensación de que, como les sucede a los chuchos, lo que en el almanaque es un año a nosotros se nos hacen siete. Fukuyama no podía andar más despistado cuando profetizó el fin de la historia.
El caso es que con el litro de aceite a 10 euros y los alquileres imposibles, con los valencianos hasta arriba de barro y quejándose de que las instituciones los han abandonado, con el venerable ancianito despidiéndose de la Casa Blanca con la traca final de una guerra que le queda a miles de kilómetros —pero el peligro, dicen, es solo Donald Trump, el primer presidente en décadas que no comenzó nuevos conflictos—, la posibilidad de que un puñado de políticos hayan podido embolsarse unos miles de euros de manera ilegal se nos hace cosa de poco. Y la idea de que parte de esos euros hayan sido destinados a pagar los caprichos de novias a sueldo nos hace incluso gracia. Que nuestra casta política se parezca más a Vota Juan o a Torrente que a House of Cards es, de algún modo extraño, reconfortante.
Pero ni los miedos atávicos —¡que vienen los rojos, que vienen los fachas!—, ni la vorágine de acontecimientos ni la ironía con la que miremos el percal deberían restarle ni un poco de su gravedad a las acusaciones de corrupción que está recibiendo el Gobierno. Víctor de Aldama tendrá que probar los graves delitos de los que se autoinculpó, como tendrá que demostrar la implicación de los miembros del PSOE a los que señaló en ellos. Pero, sea cual sea el final de toda esta trama, el partido está demostrando poca ejemplaridad en el camino y una opacidad que, necesariamente, nos lleva a hacernos preguntas.
Tres años después de la extraña destitución de José Luis Ábalos y a la luz de lo que sabemos ahora, ¿no debería aclarar el presidente por qué apartó del Ministerio a su mano derecha? ¿Por qué el Gobierno se niega a responder a Transparencia cuántas veces visitó Aldama La Moncloa a pesar de haber respondido a esa misma pregunta en otras ocasiones y con otros visitantes?
“El Gobierno ve salvada la legislatura y se burla de las declaraciones de Aldama”, titulaba su crónica del viernes Carlos E. Cué en la web de este diario. Pero las declaraciones de Aldama no son como para burlarse. Si tan solo una de sus acusaciones es cierta, si finalmente se trata únicamente de Ábalos, el PSOE debería tomárselo muy en serio: no es cosa de poco que un ministro del Gobierno, el fiel escudero del presidente, sea un corrupto. En el mejor de los escenarios, el Gobierno sería culpable de no haberse dado cuenta de ello, que a día de hoy es lo que sostienen. Y eso no es para aplaudirse sonoramente, como hicieron el jueves en el Congreso.
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