Una riada de desconfianza
Los políticos siempre parecen más interesados en enfrentarse entre sí o perseguir sus intereses de partido que en colaborar para resolver los problemas de todos
Catástrofe viene del vocablo griego katastrophé, que no se ajusta del todo al sentido vulgar del término. En su versión original alude a un giro negativo de los acontecimientos; literalmente, una “vuelta hacia abajo”. Aristóteles lo utiliza en su Poética para referirse al momento en el que en la trama de una narración se produce el cambio hacia un desenlace desafortunado, el instante en que hace su presencia la tragedia, cuando todo “se tuerce”, como diríamos en lenguaje coloquial. Es también el instante en el que se produce una “revelación” (anagnórisis), cuando el héroe toma conciencia de sus errores y de la desdichada irreversibilidad de los acontecimientos. El sentido que esta representación debe tener para los espectadores es que les conduzca hacia la catarsis, que es la vez una purificación de las pasiones y un aprendizaje. Porque el hombre puede aprender a través del sufrimiento, tiene la capacidad de llegar, gracias a esta iluminación, a comprenderse a sí mismo, a sus semejantes y las condiciones de la existencia, e incluso qué deba hacer ante ella.
Si le aplicamos este esquema a la catástrofe de Valencia, los elementos fundamentales son el de la “revelación”, el reconocimiento de las consecuencias de los errores trágicos, y el efecto que estos han tenido sobre los que hemos actuado como espectadores, la catarsis a la que ha conducido. Todo ello bajo el trasfondo de que en el mundo moderno ya no creemos que las fuerzas de la naturaleza no puedan ser domadas, siempre hay alguna responsabilidad humana, por falta de previsión o acciones desacertadas, en sus desvaríos.
En este momento nos encontramos en pleno blame game, pero estamos a la vez cartografiando al detalle todas las decisiones y acciones que se produjeron en los primeros días, durante y después de las riadas. Aunque al final quepa establecer una adecuada imputación de responsabilidades, donde Mazón parece ser el primer señalado, me temo, empero, que cada bloque ya ha extraído sus propias conclusiones. No hay más que ver las viscerales reacciones iniciales, donde la culpa se atribuyó desde el inicio a la parte contraria.
Por eso, creo que lo más interesante es fijarse en ese momento de la visita de las autoridades, recibidas con tan desaforada ira en contra de todas ellas. Fue un momento catártico, en el sentido de que exhibió una reacción de malestar ciego, casi mecánico, contra el sistema. El mensaje fue: “Nos estáis fallando”. Desde luego, eran condiciones extremas y pudo haber algunos ultras infiltrados, pero no lo simplifiquemos. Detrás late esa profunda desconfianza que las encuestas nos muestran hacia los políticos, que siempre parecen más interesados a enfrentarse entre sí o perseguir sus intereses de partido que en colaborar para resolver los problemas de todos. Prueba de ello es que acabaron bajando el tono a partir de ese momento. Habrá tiempo para reflexionar sobre las disfuncionalidades del Estado autonómico, pero uno no puede dejar de plantearse el contrafáctico sobre cuál habría sido el nivel de colaboración si la Comunidad Valenciana hubiera seguido estando en manos del PSOE. O esa contradicción entre la posición del PP durante la pandemia, en la que la queja era que había “demasiado” Estado, y la reclamación ahora de que había demasiado poco; de lo que en su día renegaron e incluso impugnaron, el estado de alarma, es lo que en ese funesto momento exigieron.
Esta representación trágica no ha conseguido purificar nuestras emociones. Lo llevamos claro como seamos también incapaces de extraer algún aprendizaje de tanto sufrimiento. Su mayor “revelación” es la importancia de la unidad ante las adversidades, justo aquello que cabe esperar ante la nueva ordenación del mundo y el cambio climático. Actuemos en consecuencia.
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