Valencia: una moción de censura
Si el control de los medios para ponerlos a su servicio había sido una prioridad de la legislatura de Carlos Mazón, ¿qué importaba todo lo demás el día de la dana? No ha sido antipolítica. Es mala política
No es antipolítica. Es mala política. El 27 de junio se aprobó la ley de la Corporación Audiovisual de la Comunidad Valenciana. Como en otras dimensiones de la imagen y la cultura del País Valenciano que se impulsa o proyecta desde las instituciones, el cambio era una prioridad del Gobierno del Partido Popular y Vox: su afán de politización de la televisión À Punt era descarado. Cuando se presentó el proyecto de ley, la oposición socialista registró 84 enmiendas parciales. No sirvió de mucho. Pero decir eso no es decirlo todo. Entonces, como ahora, la falta de autoridad de la oposición era clamorosa. Los socialistas siguen en fase catatónica. La líder del PSPV no es ni diputada en Valencia. La dedicación principal de Diana Morant, como no puede ser de otra manera, es el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades y falta comprobar si su primera lealtad es a su tierra o a su secretario general. Para complementar esta disfunción, Compromís es un partido desnortado desde la sucia campaña de acoso y derribo contra Mónica Oltra. Si se suma el carísimo divorcio de las otras izquierdas, el vacío de la oposición en las Corts es total.
“Ustedes han intentado utilizar los medios de comunicación públicos para conseguir implantar un procés independentista en nuestra comunidad”, deliraba el diputado popular José Juan Zaplana durante el debate sobre la nueva ley. “Todo ese proceso habrá concluido”. La ley, claro, se aprobó. Pero nada más político que una promesa de despolitización. El artículo 21 de la nueva ley, dedicado al pluralismo en los medios, dejaba claro que “costumbres, tradiciones y peculiaridades” eran señas de identidad “dentro del conjunto de la nación” que debían ser promocionadas a través de la plataforma audiovisual que se crearía en virtud de esa ley. No está claro si esa apuesta folclorizadora, tan provinciana, implicaría rememorar la lluvia dorada de “la farsa valenciana” —para decirlo con el libro de Justo Serna sobre la corrupción—, cuando la estrategia gubernamental tras el accidente del metro de Valencia pareció un ensayo de lo que hemos vivido durante estos últimos días trágicos. Lo que está claro es que el PP había reconquistado el poder regional y, con Carlos Mazón a la cabeza, actuaría como en la apoteosis cutre de Zaplana, Camps y Barberà. La tele sería suya.
Uno de los cambios que introdujo esa ley afectaba al nombramiento del director de los medios públicos. Si en la de 2016 con el Botànic, tras la quiebra de Canal 9, se creó un consejo rector cuyo diseño garantizaba el pluralismo y en el que sus consejeros debían tener conocimientos para ejercer el cargo, este órgano ha desaparecido en la nueva ley. El nombramiento del director ya no es validado por un consejo ni tan siquiera por las Corts. Es una atribución del Consell de la Generalitat, según se establece en el artículo 10 del capítulo IV. La lealtad política del director de la radio y televisión al president, dicho de otra manera, está garantizada. No es extraño, por tanto, que el excantante Mazón mantuviese una comida y larga sobremesa con la candidata que él consideraba mejor para ese trabajo mientras ya se había constituido el Centro de Coordinación Operativa Integrada que debía presidir. Si el control de los medios para ponerlos a su servicio había sido una prioridad de esa legislatura, si su mayoría había aprobado la ley a su medida, ¿qué importaba todo lo demás ese día? No ha sido antipolítica. Es mala política. Ha tenido consecuencias.
Pero debería tener otras que demostrasen la toma de conciencia de la oposición de cuál es su responsabilidad después de esta farsa trágica. ¿No es urgente, con lo que ya sabemos, presentar una moción de censura?
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