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TRIBUNA
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Una melodía propia para Feijóo

La pregunta es si el PP estaría preparado si tuviera que gobernar mañana; la respuesta no puede limitarse a que no gobernaría peor que Sánchez

Una melodía propia para Feijóo. Ignacio Peyró
Quintatinta (con foto de Samuel Sánchez)
Ignacio Peyró

El líder de la oposición tiene escolta, puede usar la sala de autoridades del aeropuerto y asiste al desfile por la Fiesta Nacional desde un lugar más expuesto de lo que seguramente le apetecería. Ahí se acaban las dulzuras oficiales del cargo. El resto es amargor, comenzando por un menosprecio que la costumbre también ha alzado a rango de oficialidad. José Luis Rodríguez Zapatero, por ejemplo, trajo una revolución moral a España y en Iberoamérica es el perejil de todos los sancochos: Alfonso Guerra, sin embargo, se creyó que era un Bambi. Felipe González, por su parte, se reía de José María Aznar: ¿se lo imagina alguien —clamaba— defendiendo nuestros intereses en Europa? Luego hubo algún Consejo Europeo en el que Aznar llegó a echarle el humo en la cara al canciller Gerhard Schröder. En definitiva, no hay que fiarse mucho en materia de aprecios y desprecios: sus adversarios reconocieron que a Manuel Fraga “le cabía el Estado en la cabeza” y calentó escaño una década; sus rivales han llamado a Pedro Sánchez doctor cum fraude y, si José Luis Ábalos lo permite, durará más en el cargo que Mariano Rajoy.

Minusvalorar a Sánchez, en concreto, ha hecho un daño constante al PP. Se probó en la moción de censura. Se volvió a probar, con creces, el 23-J. Con Sánchez, sin embargo, han pasado tantos años que, además de desdeñarlo, uno pensaría que habrían terminado por conocerlo. El camuflaje de las enmiendas destinadas a beneficiar a presos de ETA ha demostrado que no, en un caso donde las culpas del Gobierno no condonan la decepción de la oposición: resulta un consuelo muy escaso pensar que, si ya hemos olvidado esa decepción, es por la capacidad de nuestra política para superar cada día sus enormidades. Quizá, frente a un Gobierno con apoyos parlamentarios tan renqueantes, alguien podría haberse inspirado en el propio Sánchez y aplicar, en todas las votaciones, la receta del “no es no”.

Un error del diputado Alberto Casero al votar la reforma laboral activó el fin de Pablo Casado. Al deseado Alberto Núñez Feijóo le han tocado otros tiempos y otra suerte, aunque aquí no hablamos del atolondramiento de un señor que tenía diarrea: la cadena de inadvertencias revela inercias de mal funcionamiento en un grupo parlamentario. A efectos generales, desmoraliza a un electorado ya dado a pensar que los diputados echan el día tuiteando. A los efectos más concretos de la labor de oposición, es un cortocircuito: si a Feijóo le toca ser la cara propositiva y solvente, Miguel Tellado y su grupo debían ser feroces en el control. Tal vez del Gobierno no quepa esperar nada, pero sí cabe plantearse si al PP no se le puede pedir más: como mínimo, que la acometividad retórica vaya acompañada de una similar efectividad parlamentaria.

Las encuestas indican que el PP sube en intención de voto a la vez que Feijóo baja en valoración. Sin urnas a la vista, la intención de voto significa poco: al fin y al cabo, no hay a quien votar. Las valoraciones de líderes, por su parte, han tenido siempre algo de compensación moral: te quiero mucho, a cambio de no votarte nada. Véase Julio Anguita. Las enmiendas, sin embargo, no han sido un raspón. Son una abrasión importante. Tal vez la atención ya esté en otros lugares, pero van engrosando un historial clínico con no pocos golpes autoinfligidos. Los barcos de la Armada y la inmigración. Aquello de ilegalizar partidos. Medidas poco cocidas como la semana de cuatro días, que ahora —parece— está en la papelera de reciclaje. Se puede entender el horror vacui, la voluntad de marcar agenda e incluso la de “arrebatar banderas a la izquierda”, pero, entre unas cosas y otras, ¿dónde están aquellas finas mentes jurídicas que siempre hubo en el PP? Por lo que se ha visto esta semana, tampoco en unas querellas por unos delitos que se persiguen de oficio. Será peccata minuta en la prelación de sus culpas, pero uno de los efectos deletéreos de los gobiernos de Sánchez ha sido una oposición más embrutecida. La pregunta es: si tuvieran que gobernar mañana, ¿estarían preparados? La respuesta no puede limitarse a que no gobernarían peor que Sánchez.

Quizá nadie haya tenido tan difícil hacer oposición como Feijóo. Cortejar al votante cansado del PSOE. Cortar con Vox sin volar los puentes. Ganarse el respeto de la facción de Isabel Díaz Ayuso. Tener un ojo sobre Juan Manuel Moreno Bonilla. Ser útil a los Mazones y los Ruedas que libran sus propias luchas con el Gobierno central. Manejar la presión de los actores que los quieren acercar a PNV y Junts. Y ganar músculo en una Cataluña ahora bajo la pax oficial del PSC. Está en la naturaleza humana: los líderes de la oposición solo reciben valoraciones positivas —y palmaditas del Ibex— cuando se ve su victoria inevitable. Pasó, antes del 23-J, con el propio Feijóo. Ahora, en cambio, las incertidumbres se solapan: ¿qué revelaciones sobre corruptelas nos esperan? ¿Qué respuesta dará Sánchez ante la percepción de un Gobierno en estado gangrenoso, incapaz de resistir los estándares éticos fijados en la moción de censura, y al que sus escuderos intelectuales tienen cada día más difícil defender? ¿Qué estirón puede dar el voto anti-Sánchez y qué sumas pueden ser practicables para la oposición? Cuando todo empuja a la ansiedad —también su cúpula—, lo mejor a lo que puede aspirar un líder conservador es a ser el más serio de la sala.

Y parece una ironía, tras el extravío de la semana pasada, constatar que Feijóo había encontrado una melodía propia que podía resonar en muchos. Una veta programática congruente con su trayectoria y con su estilo. Y, ante todo, pertinente para lo que España puede esperar de un partido de centroderecha en estos momentos. Son tiempos de desprotección: ¿qué proyecto vital tiene hoy la seguridad de salir adelante? Nadie cree —como en el 96— que las cosas solo puedan ir a mejor o —como en 2011— que ya no puedan ir a peor. El sentimiento de desprotección abarca asimismo la decepción de lo público: el AVE que antes nos enorgullecía ahora es la Renfe incapaz de gestionar su puntualidad o su web. Pero también es la existencia de grupos vistos como hiperprotegidos —funcionarios, pensionistas, boomers— frente a la intemperie general provocada por un catálogo de amenazas que, reales o no, se sienten como tales: de la pérdida de capacidad adquisitiva a la inmigración, la vivienda o la percepción de que, esta vez sí, el peligro geopolítico, de Putin a Oriente Próximo, puede herir nuestras vidas.

A Rajoy le gustaba decir que el empleo es la mejor política social, pero hace tiempo que vemos que tener un empleo no implica, por ejemplo, tener acceso a una vivienda, cosa que entraba en el pack de lo que entendíamos por vida decente. En tiempos de desprotección y repliegue, hasta lo woke se ha tomado un reposo: bien está la discusión antropológica sobre la familia, pero ayudemos a las familias que están ahí. En definitiva, afirmar la presencia de lo público como facilitador de los proyectos de vida. Algo que en el PP, que gestiona más educación y sanidad que nadie en España, debe saberse. Algo que ha de saber un Feijóo con tantos trienios de presidente autonómico. No hay motivos, por tanto, para la inseguridad de pensar que lo social no es marca de la casa: ahora revela utilidad, insufla esperanza, conecta con una España reformista desnortada tras el sepelio de Ciudadanos y convoca el viento a su favor. Es, en fin, una senda practicable para un político que llegó con aura de presidente del Gobierno y ha ido conociendo todos los amargores del líder de la oposición.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.
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