Veinte años de Bambi y el dóberman
Desde hace dos décadas, a partir de Aznar y Zapatero, se fragua una polarización creciente que pasa por no reconocer al otro y entiende la política como encontrar al culpable
A todos nos enamora la figura del estadista senior pero cabe preguntarse si su perfil no pertenece más bien a la literatura de género utopista. Tony Blair es hoy menos popular que la caza de las ballenas. Cuando murió Berlusconi, hubo que hacer orfebrería homilética para decir y no decir que fue buena persona. Y lo mejor que se puede afirmar del currículum de Sarkozy es que carece de antecedentes penales. Tampoco la popularidad de un exmandatario implica a la fuerza nada bueno: lo acabamos de ver con Trump en Iowa.
Entre nosotros, Suárez fue preterido para después ser adorado; Calvo-Sotelo pasó como un acento elegante, González es una estrella de las mesas redondas y Rajoy la mejor sobremesa de la calle Jorge Juan. Solo Zapatero y Aznar siguen moviendo pasiones: con ambos es fácil saber por qué. Esta misma semana se cumplen veinte años del final de la legislatura en que un dóberman no tan dóberman le iba a traspasar el poder a un Bambi que de Bambi tenía poco. Sus querellas demarcaron el ring político-cultural en el que seguimos todavía. Quizá así se explica que hayan vuelto.
No era fácil pensarlo de Zapatero: durante muchos años, ha sido lugar común juzgar que no tuvo mayor acto de grandeza que su seppuku patriótico en mayo de 2010. Él se rendía, pero el país —o sus cuentas públicas— seguía en pie. El propio Zapatero ha declarado que, en aquellos días, actuó menos como socialista que como presidente del Gobierno. El torniquete, en todo caso, llegaba ya tras la sangría: cuando Rajoy toma posesión a finales de 2011, la Administración entrante se encuentra los regalos de Navidad cargados de ántrax. Una desviación del déficit equivalente al subsidio de desempleo. Un sector bancario envenenado de activos tóxicos. Un déficit exterior galopante y un déficit de tarifa desbocado. Se argumentará que no todo —véase la barra libre crediticia— fue culpa suya, a lo que puede responderse que los españoles votaron como si lo fuera. Cualquiera diría que el de Zapatero es un balance como para retirarse a una de esas vidas de silencio y penitencia con que los papas castigan a sus díscolos: como saben en Venezuela, no ha sido el caso.
Siempre motivado para dar la versión más ceñuda de sí mismo, Aznar, por su parte, está teniendo una posteridad aún más áspera: no es fácil remontar los arponazos con que han escrito su trayectoria el aznarato de Tusell y la aznaridad de Vázquez Montalbán. El mayor problema, sin embargo, lo ha tenido en la propia derecha: su conciencia crítica, Álvarez de Toledo, le reprocha Irak; su historiador, González Cuevas, le achaca una imprudencia que es “lo contrario de lo que debería ser un auténtico politico conservador”. Contra Irak se iba a manifestar toda la derecha en lo que va de Blas Piñar (!) a Juan Pablo II. Y así se ha venido opacando el otro Aznar: el que reunió y modernizó a las derechas, el que quiso plantear una alternativa liberal, el de las clases medias que aspiraban a más, el que soñó con entrar en el G-8. La absorción de su legado ha sido conflictiva también de puertas adentro: se rompió el vínculo FAES-PP y él mismo abandonó la presidencia honorífica del partido.
En estos últimos meses hemos visto —ritorna vincitor!— el regreso, más partidista que estadista, de los dos expresidentes. Zapatero se ha mostrado como un “orgullo” del PSOE, en tanto que Aznar y Rajoy han intervenido juntos, aun con cara de endodoncia, por primera vez en años. La izquierda ha preferido olvidar que Zapatero dijera frases —”reducir las retribuciones del personal del sector público”— más propias de Milei, como la derecha prefirió, bien pronto, sepultar la revolución neoconservadora o la gestión del 11-M. Lo significativo es que Aznar y Zapatero no han vuelto por haberse reconciliado con sus propias bases sino por lo mucho que molestan a las otras: la derecha no ha perdonado a Zapatero, como la izquierda nunca perdonará a Aznar. Una pena, claro: aceptar su legado no sería tanto ser generoso con ellos como serlo con nosotros mismos. Y también causaría pena, de no tenerlo asimilado, recordar algo que hoy nos parece un imposible: incluso con su antagonismo, ambos llegaron a firmar un Pacto Antiterrorista.
Hace 20 años que fragua una polarización que solo ha conocido el crescendo y que, más allá de negar el reconocimiento debido al otro, pasa por entender la política como encontrar a tu culpable. No seremos tan angélicos de equiparar las responsabilidades: desde una posición conservadora, uno cree que no es lo mismo el Aznar que, al estrenar mayoría absoluta, afirma que “hoy se acabado la Guerra Civil como argumento político” que la izquierda que quiso anclar nuestra democracia no en una reconciliación nacional sino en la recuperación de la legitimidad republicana. Eran tiempos de Transición cuando Aranguren pedía, con sintagma que hizo fortuna, “una derecha civilizada”. No insistiremos: no siempre ha estado a la altura. Aranguren, sin embargo, pedía al mismo tiempo “la desaparición del espíritu revolucionario de la izquierda” y, por decirlo de la manera más tenue posible, su trote cada vez la aleja más de los predios del centro. Por supuesto, ya vamos teniendo unos años para reconocer que será que en el cainismo nos sentimos como en casa.
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