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Bolivia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Auge y crisis del ‘evismo’

Una victoria opositora deberá enfrentarse igualmente a un ajuste que podría devolver a los bolivianos las imágenes de la crisis pre-2005

El ex presidente de Bolivia, Evo Morales, en una conferencia de prensa en Cochabamba, Bolivia.
El ex presidente de Bolivia, Evo Morales, en una conferencia de prensa en Cochabamba, Bolivia.Patricia Pinto (REUTERS)

El Gobierno de Luis Arce Catacora parece haber encontrado la forma de golpear política y judicialmente a Evo Morales en el momento más agudo de la guerra interna que atraviesa al Movimiento al Socialismo (MAS). El reflote de las acusaciones de abuso sexual de una menor —que Morales considera un caso de lawfare que ya se había lanzado contra él durante el Gobierno de Jeanine Áñez— han puesto al exhombre fuerte de Bolivia al borde de la cárcel. Y a sus bases en estado de alerta para bloquear el país si eso ocurre (sin que hoy se pueda calibrar la fuerza real de la amenaza).

Desde la vuelta al poder del MAS en 2020, las tensiones entre evistas y arcistas no dejaron de profundizarse. Morales siempre consideró que si bien su partido regresó rápidamente al Gobierno tras su caída en 2019, él mismo siguió fuera del poder a causa del “golpe” y de su imposibilidad de postular en 2020. Pero si Arce puede cercar a su rival interno para bloquear su postulación en 2025, la coyuntura económica y sus dificultades de gestión política no le permiten volverse él mismo competitivo.

Más allá de los sondeos, la guerra interna en el MAS coincide con un clima de fin de ciclo del largo reinado de este partido surgido de las regiones cocaleras que fue capaz de articular a un amplio bloque popular urbano-rural y volverse electoralmente imbatible.

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No era evidente que alguien como Evo Morales llegara a la cúspide del poder y lo conservara durante casi una década y media. Pero una serie de crisis múltiples —del neoliberalismo, de los partidos y de las elites tradicionales— abrieron una ventana que el sindicalista campesino, con su carisma y olfato político, logró aprovechar con creces. No solo fue el líder que más tiempo gobernó —2006-2019— en un país caracterizado por la inestabilidad política, sino que lo hizo concentrando un extraordinario poder ratificado una y otra vez por las urnas.

El proceso político liderado por el MAS encarnó una suerte de revolución política que amplió la foto de familia de la nación boliviana, que siempre tuvo problemas para incluir a las mayorías originarias. Campesinos e indígenas ocuparon ministerios, viceministerios, bancas parlamentarias y embajadas. Al mismo tiempo, el modelo económico mostró buenas tasas de crecimiento durante más de una década, aunque no logró modificar el modelo de desarrollo sostenido en la explotación de materias primas, en este caso gas, soja y minería.

El problema fue que Evo Morales, que ganó una y otra vez con mayorías excepcionales de votos, pensó que su liderazgo era el nombre mismo de una mayoría popular eterna e inmutable. Esta fantasía de unanimidad electoral con tonalidades “iliberales” lo llevó a querer ganar con cada vez mayores porcentajes (al punto de decir, en una oportunidad y con una ironía solo aparente, que le pediría consejos al dictador de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, de visita en Bolivia, sobre cómo ganar con el “90%”).

Tras perder por escaso margen el referéndum constitucional de 2016, Morales buscó vías alternativas para poder volver a presentarse. Esa persistencia en la reelección indefinida volvería a polarizar el país —despolarizado parcialmente gracias a los buenos resultados económicos— y sería, de hecho, la causa de la crisis de 2019. Las elecciones de ese año, y las protestas callejeras, abrirían la puerta a su derrocamiento en una acción cívico-militar comandada por los sectores más reaccionarios de la oposición. La posterior demonización del MAS solo logró, no obstante, que el partido que había salido del poder en desbandada se rearmara rápidamente desde las bases.

Pero el retorno del MAS en 2020, más que cerrar la crisis interna entre quienes se quedaron en Bolivia y quienes partieron al exilio, habilitó nuevas tensiones que derivaron en una guerra sin cuartel entre arcistas y evistas, justo cuando se respira un cambio de clima ideológico. Si bien Morales podría capitalizar cierta añoranza por los “buenos y (no tan) viejos tiempos” de bonanza, el rechazo hacia su figura es elevado, y su repliegue bolivariano no le ayuda a ampliar su base electoral, mientras que Arce se encuentra hoy tratando de sobrevivir a una fuerte crisis económica con visibles déficits en la gestión política. Considerado el artífice del “milagro económico” de los primeros años 2000, y desprovisto de carisma, el desbarajuste económico actual -sobre todo la escasez de dólares- impacta de lleno sobre su capital electoral.

Pese a que a menudo la política vernácula puede aparecer demasiado idiosincrática o excepcional, Bolivia nunca fue ajena a los vientos políticos exteriores. El liberalismo positivista a comienzo del siglo XX, el nacionalismo revolucionario en las décadas de 1940 y 1950, el neoliberalismo en los años 80 y 90 y el giro a la izquierda en los 2000 pusieron al país andino a tono con “el mundo”. Si el discurso de la nacionalización de los recursos naturales fue el combustible ideológico de la “Revolución Democrática y Cultural” encarnada por Evo, hoy el antiestatismo vuelve a ganar adeptos. Y el país no es ajeno, a su modo, al fenómeno Milei al otro lado de la frontera.

La oposición emprendedorismo vs estatismo es el eje del programa del empresario Samuel Doria Medina, que luego de varios intentos infructuosos de llegar a la presidencia no está dispuesto a dejar pasar esta inesperada oportunidad. Los expresidentes Carlos Mesa y Jorge “Tuto” Quiroga, así como el encarcelado exgobernador de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, también se muestran activos y todos están explorando alianzas. El alcalde de Cochabamba y excandidato presidencial Manfred Reyes Villa, acusado por algunos opositores de connivencia con Arce, se ilusiona con volver a la primera liga y no le va mal en las encuestas, que muestran una fuerte fragmentación. El empresario y expresidente del Comité Cívico de Santa Cruz Branko Marinkovic —quien se exilió por una década en Brasil tras ser acusado de “separatismo”— también propone una política de privatizaciones.

Sin nadie que destaque, todos creen que tienen una chance.

La canibalización interna del MAS es tan fuerte que figuras que hasta hace poco eran consideradas parte del “tren fantasma” de la política, sin ningún futuro, se ilusionan con una incierta resurrección, mientras crece la desafección. Las especulaciones sobre la candidatura de la disruptiva “anarcofeminista” María Galindo —quien no ha dejado de aparecer en los medios denunciando a Evo Morales como “depredador sexual”— forma parte del crecimiento de un voto potencialmente “anti-todos”.

Pero en el marco de la crisis, una victoria opositora deberá enfrentarse igualmente a un ajuste que podría devolver a los bolivianos las imágenes de la crisis pre-2005. En esta dificultad para construir nuevas hegemonías, Bolivia tampoco se diferencia del conjunto de la región, en la cual los procesos destituyentes hoy parecen más potentes que los constituyentes de antaño.

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