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TRIBUNA
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Europa debe proteger a los países bálticos de un nuevo Stalin

Cuando se cumplen 85 años del pacto entre Hitler y el líder soviético, estos Estados se han convertido en la primera línea de combate frente a la agresiva política de Putin

Tribuna Kristina Spohr países bálticos
sr. García
Kristina Spohr

Hoy, viernes, se cumplen 911 días desde que Rusia invadió Ucrania. Esta cruel “guerra de conquista”, como no se veía en el continente europeo desde 1945, ha sacudido el orden creado desde el final de la Guerra Fría y ha causado una profunda inquietud a los países vecinos del noroeste de Rusia, menos poderosos.

Finlandia y Suecia se apresuraron a abandonar su política de no alineamiento militar e ingresaron en la OTAN en 2023 y 2024, respectivamente, para no permanecer en un espacio que Rusia considera su esfera de influencia particular.

Por su parte, los tres Estados bálticos —miembros de la OTAN desde 2004 y con presencia en su territorio de tropas de rotación de la Alianza desde 2017— temen sinceramente por su existencia. No tienen ninguna certeza de que Ucrania sea un caso único dentro de los brutales planes de Putin. La historia les ha enseñado a estar muy atentos.

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Hoy también se cumple el 85º aniversario del pacto Hitler-Stalin, así que resulta especialmente pertinente ver de qué manera influye la historia en la política actual de la estratégica región báltica.

El pacto entre Hitler y Stalin fue consecuencia del intento fallido de forjar una alianza anglo-franco-soviética contra la Alemania nazi en la primavera y principios del verano de 1939. El propósito era regular las ambiciones alemanas y soviéticas en el noreste de Europa. Un aspecto crucial es que se incluían unos protocolos secretos que cedían Estonia, Letonia, Lituania, Finlandia y Polonia oriental a los soviéticos, mientras que los alemanes se quedarían con Polonia occidental. La suerte de los tres Estados, que no habían adquirido la independencia hasta después de la Revolución Rusa y la Primera Guerra Mundial, quedó determinada de forma cínica y brutal por los intereses políticos de las grandes potencias.

Nueve días después de la firma del pacto, la Alemania nazi invadió Polonia y desencadenó la Segunda Guerra Mundial. Tres meses después, los finlandeses consiguieron resistir mejor el ataque de Stalin y conservar su independencia, aunque perdieron grandes partes de su territorio.

Por el contrario, los tres Estados bálticos sufrieron una “doble ocupación”. En primer lugar, el dominio soviético entre junio de 1940 y junio de 1941 (durante el que se ejecutó o encarceló a miles de habitantes) y después la invasión alemana hasta la primavera de 1944 (que incluyó la aniquilación casi total de los judíos de la región), para terminar cuando la victoria del Ejército Rojo los devolvió a la órbita soviética.

A partir de 1945, Stalin absorbió por completo Estonia, Letonia y Lituania, que pasaron a formar parte de la Unión Soviética, y se propuso rusificar de forma implacable los tres países.

Occidente, con Washington y Londres a la cabeza, se negó a reconocer legalmente las nuevas fronteras soviéticas en el Báltico. Su posición siempre fue que estos tres Estados sufrían una ocupación ilegal y que a sus ciudadanos los habían privado del derecho a ejercer la autodeterminación (consagrado en la Carta de la ONU de 1945 y el Acta Final de Helsinki de 1975). Sin embargo, aparte de la retórica jurídica, Occidente no hizo gran cosa.

Los años bisagra de 1988-1991, cuando el líder soviético Mijaíl Gorbachov intentó reformar la URSS, fueron el periodo en el que los tres países se sublevaron en una “revolución cantada”. En contra de lo que decía Gorbachov, el objetivo de la revuelta no era separarse de la URSS, sino que se les devolviera la condición de Estado que habían adquirido por primera vez en 1918.

El mayor símbolo de la resistencia antisoviética fue la cadena humana de 600 kilómetros que formaron dos millones de estonios, letones y lituanos entre Tallin, Riga y Vilnius para conmemorar el 50º aniversario del pacto Hitler-Stalin.

Tras la sangrienta represión soviética de enero de 1991, los países bálticos no recuperaron el reconocimiento internacional hasta el fallido golpe de Estado de Moscú en agosto de ese año, que fue el preludio del derrumbe de la Unión Soviética unos meses después.

En el mundo posterior a la caída del Muro, Lituania, Estonia y Letonia dejaron de ser repúblicas socialistas soviéticas para convertirse en democracias capitalistas sostenibles. Su adhesión al “Occidente institucional” —la UE y la OTAN— fue rápida.

A Alemania, Francia y Gran Bretaña solía irritarles la obsesión de los bálticos por reforzar la seguridad. Los grandes Estados de Europa Occidental aspiraban a conseguir seguridad con Rusia, no contra ella. Alemania, en especial, llevó a cabo una política de dar prioridad a Rusia, incluso cuando el lastre histórico del pacto de 1939 empujaba a Berlín a presentarse como su “defensor”.

Los bálticos, que habían luchado durante tanto tiempo para escapar de la dominación rusa, rechazaron la estrategia alemana (y de Europa Occidental). Lo que más les preocupaba era el caos político y económico en Rusia y para ellos era fundamental lograr la entrada en la OTAN.

Pero en Occidente, en general, no se hizo mucho caso de cómo estaba desmoronándose la endeble e incipiente democracia de Borís Yeltsin. Tampoco se prestó suficiente atención al ascenso de Vladímir Putin, que proclamó que la caída de la Unión Soviética había sido “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”.

A Putin puede parecerle intolerable la inclinación occidental de Ucrania, pero que los Estados bálticos huyeran de las garras de Rusia también le resultó un trago amargo. Los tres países, que cuentan con importantes minorías de etnia rusa en su territorio, se consideran la primera línea de combate en la agresiva política exterior y de seguridad del Kremlin.

Y con razón. Rusia hace incursiones constantes en su espacio aéreo. Piratea las redes gubernamentales y de GPS. Emplea la televisión y la propaganda en las redes sociales para crear un clima de desafección entre la diáspora rusa. Y, sobre todo, Putin ha convertido Kaliningrado, el exclave ruso anexionado en 1945, en una base militar.

Los Estados bálticos, como Finlandia, han sufrido el acoso de los flujos migratorios organizados por Rusia con intención de intimidarlos. En mayo, Moscú retiró las boyas del río Narva que delimitaban la frontera ruso-estonia y dio la impresión de que estaba planeando alterar sus fronteras marítimas en la zona. Además, en los incidentes que afectaron al gasoducto conector y al cable de datos del Báltico en octubre de 2023, Rusia figuró como un cómplice incómodo del barco chino que causó los daños en las infraestructuras.

Putin considera que tiene una misión revisionista contra el “cerco” occidental. Su retorcida interpretación del pasado le permite utilizar la historia como instrumento de intimidación.

Cuando preparaba la invasión de Ucrania, Putin culpó a Lenin de “cercenar” una “tierra históricamente rusa” y acusó a Gorbachov de haber traicionado a la Unión Soviética, el gran país que había liberado a Europa de los nazis. Dice que se limita a reclamar lo que antes pertenecía al imperio ruso y que Rusia se encuentra hoy en una coyuntura histórica, dispuesta a ocupar el lugar que le corresponde en un nuevo orden mundial posoccidental, en el que gobernarán “los Estados fuertes y soberanos”.

La Alemania actual tiene una visión totalmente opuesta de la misma historia. A principios de junio de 2024, el canciller Olaf Scholz declaró que está firmemente decidido a defender a los Estados bálticos frente a una posible agresión rusa. Se acabaron los días de la “relación especial” establecida entre Alemania y Rusia desde la caída del Muro.

Las declaraciones de Scholz se produjeron coincidiendo con el despliegue de alrededor de 5.000 soldados y civiles alemanes en Lituania que comenzó en abril. Es la primera vez desde 1945 que va a haber batallones de la Bundeswehr estacionados de forma permanente fuera de Alemania; servirán de complemento a una unidad de combate multinacional de la OTAN ampliada como parte de la Presencia Avanzada Reforzada de la Alianza.

Los intentos de apaciguar a la Rusia pos-soviética que se llevaron a cabo hasta 2022 y por los que, entre otras cosas, no se estacionaron grandes unidades militares permanentes en los países del antiguo Pacto de Varsovia, han caído definitivamente en el olvido.

La decisión de Alemania de intervenir en el Báltico cuenta con grandes apoyos en la región. En los países bálticos, con independencia de lo que sucedió en 1939, la opinión pública no teme en absoluto a un ejército alemán fuerte, capaz de defenderse a sí mismo y a sus aliados de la OTAN, sino que lo agradece.

Es evidente que Europa y Alemania no tienen nada que ver con las que eran cuando se firmó el pacto entre Hitler y Stalin. Aunque la agresión de Putin contra Ucrania representa un deprimente regreso al pasado más oscuro, si se examina teniendo en cuenta la razón de ser fundamental de la OTAN —que consiste en la defensa común y la disuasión—, su reciente ampliación a los países del Norte y el beneficioso papel de Alemania en el Báltico, se puede decir que Europa ha superado muchos resentimientos tradicionales.

Los países bálticos son importantes. La región del mar Báltico, con sus rutas marítimas y un espacio aéreo que comparten los aliados de la OTAN y Rusia, sigue siendo una zona de continuas agresiones y escaramuzas. Los alemanes han comprendido que salvaguardar la independencia del Báltico les beneficia a ellos y a toda la OTAN, porque la seguridad de esa región está estrechamente vinculada a la de Alemania y, lo que es más importante, a la de Europa en general.

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