Estonia se blinda ante la amenaza rusa: “Podríamos resistir un par de semanas hasta que lleguen los aliados”
El país báltico, uno de los socios de la UE más firmes contra el Kremlin, refuerza sus capacidades militares mientras la OTAN incrementa su presencia en la región
En la pequeña ciudad de Voru, en el sureste de Estonia, la militarización a marchas forzadas resulta evidente. Sus ciudadanos se han acostumbrado a la presencia de soldados británicos, franceses y estadounidenses en sus bares y a que camiones militares circulen por sus calles adoquinadas. El enemigo, Rusia, se encuentra a solo 30 kilómetros. Y el miedo a una posible invasión, que para nada descartan las autoridades estonias, cala cada vez más entre la población. Prueba de ello es que muchos de los 12.000 habitantes de Voru tienen sus coches aparcados con el depósito de combustible lleno y una maleta con lo indispensable por si acaso toca huir repentinamente.
Muy cerca, en la base militar de Taara, Mati Tikerpuu, comandante de una de las dos brigadas del ejército del país báltico, destaca que, en caso de incursión enemiga, su intención sería “hacer frente a los invasores lo antes posible”. “Lucharíamos en el primer terreno adecuado para ello”, detalla en el Club de Oficiales el coronel, que en su uniforme lleva un parche con la bandera de Estonia junto a otro con la de Ucrania. Además de ser la sede de la brigada de infantería que dirige Tikerpuu, la base de Taara cuenta con un centro de formación de reclutas —el servicio militar es obligatorio para los hombres en Estonia— y aloja a tropas en rotación del Reino Unido, Estados Unidos y Francia, las tres potencias nucleares de la OTAN.
La guerra de Rusia en Ucrania y, particularmente, las matanzas de civiles han resucitado los traumas del estalinismo y el temor al expansionismo del Kremlin en Estonia, Letonia y Lituania, las únicas tres antiguas repúblicas soviéticas integradas en la UE y la Alianza Atlántica. Y es en esta zona del continente donde se ve más amenazada la credibilidad de la OTAN. En los primeros meses de invasión a gran escala de Ucrania, lanzada en febrero de 2022, el ejército ruso ocupó 120.000 kilómetros cuadrados, casi el triple del tamaño de Estonia (que tiene una superficie comparable a las de Suiza, Países Bajos o Dinamarca).
La situación de vulnerabilidad de las repúblicas bálticas —tres aliados, especialmente amenazados por Rusia, que carecen de profundidad estratégica y cuentan con ejércitos muy limitados— ha forzado a la OTAN a reconfigurar en los últimos 24 meses su estrategia de defensa para la región. Según las disposiciones vigentes en 2022, en caso de invasión, las tropas enemigas ocuparían parte del territorio antes de ser repelidas por una fuerza multinacional en una operación que podría durar varios meses. En la cumbre de la Alianza del año pasado en Vilnius (Lituania) se adoptaron nuevos planes para “defender cada centímetro” de Estonia, Letonia y Lituania, además de una mayor presencia de tropas aliadas en la región.
“Seríamos capaces de resistir una invasión durante un par de semanas”, estima Tikerpuu, “suficiente hasta que lleguen los refuerzos aliados”. El coronel admite a EL PAÍS, durante un viaje organizado por el Ministerio de Defensa estonio, que gran parte de los 19.000 soldados que Rusia tenía en 2022 a pocos kilómetros de Estonia ahora están —o han muerto— en Ucrania. Aun así, los servicios de inteligencia estonios afirmaron en un informe reciente que Moscú planea elevar en los próximos años a casi 40.000 las tropas cercanas a su frontera.
Estonia cuenta con solo 4.500 soldados profesionales, además de 40.000 reservistas. A pesar de haber elevado el gasto en Defensa por encima del 3,5% del PIB (uno de los mayores porcentajes entre los aliados), su ejército no tiene ni un solo tanque —mucho menos un avión de combate—. Y su población (1,3 millones de habitantes) es equiparable al número de militares en las Fuerzas Armadas de Rusia (según cifras oficiales).
“Guerra en la sombra”
La relación entre Tallin y Moscú se ha deteriorado profundamente en el último decenio. En septiembre de 2014, coincidiendo con la cumbre de la OTAN de Gales, en la que se debatían planes para proteger a los aliados del Este tras la anexión ilegal de la península ucrania de Crimea, un policía estonio fue secuestrado en la frontera —en territorio de la OTAN— por agentes del Servicio de Seguridad Federal ruso. Finalmente, fue intercambiado por un espía del Kremlin, pero desde entonces las autoridades estonias han denunciado innumerables “ataques de guerra híbrida”: sabotajes en cables submarinos, interferencias en la señal GPS, campañas de desinformación, ciberataques…
Kaja Kallas, la primera ministra estonia, insiste en que Rusia lleva a cabo una “guerra en la sombra” contra Occidente. La política liberal, que aspira a suceder a Josep Borrell como alto representante para la Política Exterior y de Seguridad de la UE, se ha erigido como uno de los principales halcones en Bruselas, donde insta a aprobar sanciones aún más duras contra Moscú. Kallas, habituada a que la tachen de belicista por reclamar un rearme de Europa y el envío de mucha más ayuda militar a Ucrania, fue declarada en busca y captura el pasado febrero por las autoridades rusas.
En Luhamaa, uno de los cuatro puestos fronterizos entre territorio comunitario y Rusia que permanecen abiertos, decenas de camioneros y unas cuantas familias en vehículos particulares sufren las consecuencias de la tensión entre Estonia y su gigantesco vecino. Tratan de armarse de paciencia mientras la cola de la aduana permanece inmóvil. Los vehículos cruzan a cuentagotas; algunos esperan allí muchas horas, otros tienen que pasar varios días allí hasta que llegue su turno. Agentes estonios inspeccionan minuciosamente la mercancía de cada camión, casi todos matriculados en Serbia o países centroasiáticos (Rusia no permite la circulación de los que llevan placas europeas). Un buen día, en el que no pongan demasiadas trabas desde el otro lado, cruzan unos 60 vehículos. “Los rusos dejaron de contestarnos al teléfono en abril de 2022″, resume Peter Maran, jefe de la guardia fronteriza.
En torno a Luhamaa, Estonia levanta una robusta valla en la frontera que estará equipada con cámaras, sensores y radares. A la construcción del muro, que finalizará el próximo año, se añade la planificación de una red de 600 búnkeres a lo largo de los 294 kilómetros que separan al país de Rusia. A finales de mayo, Noruega, Finlandia, Polonia y los tres países bálticos acordaron la creación de un sistema coordinado de drones a lo largo de sus fronteras orientales. Un par de días antes, guardias fronterizos rusos retiraron de aguas estonias 25 boyas que marcaban la divisoria a lo largo del río Narva, en el norte.
Además de redoblar el gasto militar, Estonia es uno de los aliados que más ayuda ha donado a Ucrania (el 1,7% de su PIB). En el Ministerio de Defensa estonio son mayoría los que consideran que países como Alemania, Italia y España deben hacer un esfuerzo mayor para evitar que el Kremlin logre sus objetivos en Ucrania. Mark Riisik, subdirector del Departamento de Planificación Política, muestra su preocupación por la incapacidad de Occidente de producir munición de artillería al ritmo que necesita el ejército ucranio. Riisik incide en que la UE fracasó en su promesa de suministrar a Kiev un millón de obuses en 2023, mientras que Rusia producirá 4,5 millones este año y recibe cantidades ingentes de Corea del Norte.
Distintos servicios de inteligencia occidentales coinciden en la posibilidad de que Rusia ataque a un miembro de la OTAN entre los próximos 5 y 10 años. No contemplan la opción de invasión de todo un país, pero sí de una operación terrestre en la que se ocupe una franja de terreno para poner a prueba el principio de defensa colectiva, piedra angular de la organización transatlántica. El teniente coronel Meelis Vilippus, jefe de la Sección de Cooperación Internacional de las Fuerzas de Defensa de Estonia, cree que Rusia mantendrá “la actitud imperialista a la que jamás ha renunciado desde el siglo XVII” si no es derrotada en Ucrania. “Podrían atacarnos en dos o tres años”, vaticina Vilippus. “Somos la nueva línea Maginot”, sentencia.
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