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Columna
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Trenzas africanas, penes pequeños y democracia

En un espectáculo que va más allá de la política, la convención demócrata trata de virar el relato para que Trump pase de genio del mal a mezquino bufón

Michelle Obama, el día 20 en la segunda jornada de la convención demócrata, que se celebra en Chicago.
Michelle Obama, el día 20 en la segunda jornada de la convención demócrata, que se celebra en Chicago.Mike Blake (REUTERS)
Patricia Gosálvez

Es una apertura clásica de monologuista para ganarse al público: empieza humillándote. “Soy la única persona lo suficientemente estúpida para hablar después de Michelle Obama”. Barack (Obama a secas ya lo es tanto, o más, ella) arrancó su discurso ante la convención demócrata ablandando al público y a la propia esposa de un solo disparo. Con la cabeza y la corbata plateadas, desplegó su humor de crooner maduro bromeando con que no ha envejecido nada y burlándose cariñosamente del vice de Kamala, Tim Walz (tres años más joven) y su pinta de papá del Medio Oeste: se nota que esas camisas de franela no se la ha puesto un asesor, dijo, sino que son suyas y “han hecho cosas”.

A Michelle sí la vistió una estilista, Meredith Koop, que la acompaña desde la Casa Blanca. Y su traje azul marino deconstruido —brazos al aire, solapas cruzadas, como de almiranta de tropas minimalistas llegadas del futuro para aniquilar millonarios horteras— se llevó el Oscar al mejor vestuario. Porque la convención demócrata, y la política estadounidense en general, tiene un sentido del espectáculo que atrapa aunque no tengas ni idea de lo que es un caucus o un swing state. Salen Oprah Winfrey o Stevie Wonder y a lo mejor, sorpresa, hasta Beyoncé, pero además es la política que hemos mamado en la tele y en el cine, y la puedes consumir como un producto audiovisual más: la mejor subtrama de lo que va de campaña se la lleva sin duda Ella Emhoff, la hijastra generación Z de Harris, que ha dejado picuetos a los conservadores con sus estilismos de no poder molar más.

Total, que Michelle, con la melena esculpida en trenzas africanas (que no se atrevía a llevar cuando era primera dama) ha sido la heroína épica. Habló de la muerte de su madre, del sueño americano, de ser negro y de tener esperanza, de empatía y de amor. También de las mentiras “feas, misóginas y racistas” de Donald Trump que quieren empequeñecer América, en vez de hacerla grande de nuevo, como reza el lema de su contrincante. “Y pequeño es mezquino”, dijo, tan alta.

Hubo otros discursos de película: el de Hillary Clinton, con su puntito de rencor, subrayó que ahora que Trump ya es un criminal condenado puede romperse el techo de cristal que ella arañó en 2016. Y Alexandria Ocasio-Cortez, con un traje de chaqueta y un peinado aburridísimos (a ella todavía la tienen que votar), estuvo tremenda llamándole “revientasindicatos de tres al cuarto”. Los golpes más bajos se los dejaron a Barack: Trump es un llorica, un conspiranoico y tiene una “extraña obsesión por el tamaño de su... público”, dijo, al tiempo que movía las manos con el gesto universal de medir penes.

Es imposible no imaginar esa sala de estrategas pensando este giro de guion peliculero en el que Trump pasa de ser un genio del mal dispuesto a destruir la democracia a ser un bufón mezquino, grimoso y acomplejado. No es un villano; es un chiste. Por eso el más afilado de Barack fue directo al hollywoodiense corazón del asunto: “Hemos visto esta película antes”, dijo refiriéndose a un posible segundo mandato de Trump, “y todos sabemos que la secuela será peor”.

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Sobre la firma

Patricia Gosálvez
Escribe en EL PAÍS desde 2003, donde también ha ejercido como subjefa del Lab de nuevas narrativas y la sección de Sociedad. Actualmente forma parte del equipo de Fin de semana. Es máster de EL PAÍS, estudió Periodismo en la Complutense y cine en la universidad de Glasgow. Ha pasado por medios como Efe o la Cadena Ser.
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