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COLUMNA
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Llorar en público

Mi padre sopesó la cartelera y anunció una temporada de ficciones provechosas para el intelecto y limpias de pornografía sentimental

Niños en un cine al aire libre en Madrid.
Niños en un cine al aire libre en Madrid.
Marta Peirano

Mi padre me llevó a ver Tod y Toby en el cine Benlliure unos días después de mi sexto cumpleaños, convencido de que la película era apropiada y que estaría entretenida mientras él repasaba listas de pedidos de polietileno, polipropileno y PVC. Mi padre era ingeniero químico y se había especializado en polímeros. Entonces trataba de hacerse un hueco en la BASF. La película, para los que no lo saben, es la típica historia de dos amigos de la infancia separados por el capitalismo. Incluye escenas de abandono, violencia física y emocional, traición, indefensión total y chantaje. Magnitud 8,9 en la escala Richter de la crueldad emocional.

Contaba mi padre que, cuando levantó la vista para comprobar que su única hija seguía sentada en la butaca, me encontró perdiendo tanto líquido por los orificios frontales de la cara que tuvo miedo de tener que pagar la moqueta. Me sacó en volandas antes de empezar los títulos de crédito y puso a mi madre por testigo de que jamás volvería a ver conmigo dibujos animados en público. Una vez en casa, sopesó la cartelera y anunció una temporada de ficciones provechosas para el intelecto y limpias de pornografía sentimental.

Prohibió los folletines donde pudiera cojear una marmota, morirse un cangrejo o perderse en la niebla un marsupial. Desterró cualquier propuesta que incluyese perros o delfines en su título y prescribió una dieta de suspense, aventuras y ciencia ficción. Ese año vimos con éxito Encuentros en la tercera fase, Conan el bárbaro, Blade Ru­nner y Mad Max 2 , el guerrero de la carretera. La dieta no fue revisada hasta un año más tarde, después del estreno de una engañosa fábula intergaláctica llamada E. T.

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El drama empezó ya en la puerta del cine, cuando el señor que vendía chocolatinas, chicles y cigarrillos fue fulminado por un rayo. La sala no canceló la película porque eran los ochenta y ya no nos achantaba nada por debajo de un golpe militar. Seguimos haciendo la cola mientras llegaba la ambulancia, mirando cómo tapaban al señor con unas mantas. Los niños miraban con los chicles en la mano y la boca abierta. Nadie sabía qué hacer ni adónde dirigir la vista. Dos señoras moquearon bajo sus paraguas floreados y las contemplamos con disgusto.

Mi padre me explicó que, cuando el rayo se te mete bajo la piel, la electricidad se dispersa como las ramas de un roble, dejando unos tatuajes arbóreos. Sacó su libreta de cuentas y escribió “patrones de Lichtenberg”. Un poco más abajo, los dibujó. Le pregunté si nos podía caer un rayo a nosotros y me dijo que solo le caen encima a las personas que no se lavan los dientes. Le devolví una mirada de dudoso escepticismo y nos reímos los dos, pero cerré la boca y contuve el aliento hasta que estuvimos dentro. Lavarme los dientes no era una de mis pasiones. Mejor errada que arbórea. Después compramos las palomitas y me olvidé de aquel señor.

Mi padre vio la nave espacial aterrizar en el bosque y a los niños en sus bicicletas y sonrió, confiado y satisfecho, antes de perderse en sus papeles. Lo que pasó después no le sorprenderá a nadie. Al menos nadie que haya visto E. T. Me sacó en volandas antes de empezar los créditos jurando que, desde ese momento, solo veríamos reposiciones de piratas, relatos de Julio Verne y clásicos en blanco y negro de la Segunda Guerra Mundial.


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