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Tribuna
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Lo único que hay que negociar en Venezuela es que Maduro entregue el poder

El régimen chavista se va pareciendo trágicamente a Cuba y Nicaragua, gobiernos que han empobrecido a sus pueblos y los han hecho emigrar en masa mientras se autoproclaman garantes de los beneficios sociales

El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, en el palacio de Miraflores el pasado viernes.
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, en el palacio de Miraflores el pasado viernes.Cristian Hernandez (AP)
Gioconda Belli

Si la comunidad internacional no acude en ayuda del pueblo venezolano, las consecuencias serán muy graves. Ya lo están siendo.

Como vimos en Nicaragua en 2018, este nuevo tipo de autócratas, dispuestos a permanecer en el poder a cualquier costo, no toleran las expresiones de rebeldía popular o la expresión de la voluntad de sus ciudadanos de destronarlos. Convierten al pueblo en su enemigo. Contra esa masa, contra esas mentes que los repudian dirigen todo su poder para aplastarlos y asegurarse de seguir gobernando.

Hay abundancia de tiranos en la historia de América Latina. Esos tiranos eran herencia del devenir convulso de nuestros países desde su independencia de España. Las dictaduras de la peor especie fueron protegidas y apoyadas por Estados Unidos dispuestos a evitar que la región jugara un papel favorable a la Unión Soviética durante la Guerra Fría. En ese tiempo, las izquierdas fueron organizadoras del descontento popular, difusoras de la educación para la libertad propuesta por Pablo Freire, y se jugaron la vida oponiéndose militarmente a los dictadores.

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La caída en 1989 del muro de Berlín, la disolución de la URSS, el fin de la Guerra Fría, el descarte de la vía armada como instrumento de cambio, vino apareada con planes de desarrollo neoliberales que trajeron como consecuencia el aumento de la corrupción estatal y de la desigualdad. Obligada a replantearse a sí misma, la izquierda desconcertada produjo proyectos políticos de partidos que se legalizaron y aceptaron competir por la vía electoral.

Mientras en Europa surgía la discusión sobre la necesidad de una Tercera Vía, Hugo Chávez propuso el socialismo del siglo XXI y se ganó el aplauso de grandes sectores de la izquierda que vieron en esa idea una reformulación moderna, progresista, de una ideología popular y redistributiva que se había estancado.

Pero la historia es cruel y la herencia ancestral latinoamericana de dictaduras y caudillos emergió de nuevo en lo que podríamos llamar la idea de una izquierda perpetua, una versión criolla de la dictadura del proletariado de Lenin. Chávez no pudo resistir la tentación de pasar por encima de las complicaciones de la democracia y acomodar leyes y la Constitución a sus necesidades de control para instalar un sistema que Nicolás Maduro terminó de convertir en la negación de posibilidades de cambio.

A la cabeza de las izquierdas perpetuas está Cuba. Cualquier esperanza del pueblo cubano de una mano suave a la muerte de Fidel Castro, o a la presidencia de Barack Obama, no vio la luz del día. Al contrario, la situación cubana hoy, por razones que van más allá del embargo norteamericano, es cada día más dura para su gente. Nunca como en estos años ha perdido Cuba más personas valiosas obligadas por las circunstancias y no por falta de amor, a emigrar.

En el caso de Nicaragua, desde el retorno a la presidencia de Daniel Ortega en 2007, se inició el desmantelamiento del Estado y la anulación de la independencia de poderes. Paralelo a esto y para suprimir los reclamos internos de los poderes económicos, Ortega pactó con ellos: a cambio de su intrínseco apoyo político, les permitiría enriquecerse. Ese acuerdo de “diálogo y consenso” como fue llamado, se vino al traste en 2018. Lo que empezó con una protesta estudiantil por cambios en la Ley de Seguridad Social, se convirtió en una insurrección generalizada de la población, harta ya de fraudes electorales, centralización del poder y, sobre todo, enardecida por los asesinatos de jóvenes manifestantes. Los empresarios rompieron su pacto de silencio, pero no se atrevieron a paralizar el país. La exitosa huelga general a la que convocaron fue de un día. Tras un corto período y un diálogo para ganar tiempo, la respuesta de Ortega y Murillo fue despiadada e inclemente. Más de 350 personas fueron asesinadas, un cuarto de la población ha emigrado, cientos fueron encarcelados y siguen siendo secuestrados y desterrados. El tiempo no ha aminorado la insaciable represión de la dictadura que se ensaña en estos días con la Iglesia católica. Nicaragua es hoy la peor dictadura del continente.

El turno de Venezuela después de estas elecciones y del triunfo de la oposición, se va pareciendo trágicamente al de Nicaragua y Cuba en su pretensión de defender su izquierda perpetua.

La paradoja es que han reproducido en nombre de una ideología los Estados totalitarios del pasado mientras sus cúpulas se lucran del capitalismo. Bajo un discurso con el que se autoproclaman garantes de los beneficios sociales de la población, estos Gobiernos han empobrecido a sus pueblos, los han hecho emigrar en masa ante los abusos a sus derechos humanos y libertades. Han politizado, a través de prebendas y complicidades, a militares que, igual que sus superiores, temen por su futuro en un cambio de régimen. Ninguna de estas dictaduras, de no ser por el apoyo de sus ejércitos y un permanente estado de excepción en el caso de Nicaragua y Cuba, podrían mantenerse en el poder.

Para ellos la democracia es una mitología a su servicio. Dispensan de sus postulados esenciales y de cuanto les sea adverso a sus designios. Ellos hacen del Estado de derecho una piltrafa que esgrimen para dar a sus dictados represivos lenguaje de leguleyos.

Persiguen con esto seguir participando en el mundo civilizado, recibiendo préstamos, y siendo anfitriones de encuentros internacionales. Mientras ellos se ríen de la democracia, la diplomacia internacional juega a aceptarlos y tomarlos en cuenta. Se siguen con preocupación sus maniobras, se les imponen de vez en cuando castigos y sanciones que les sirven a los autócratas para encarnar el papel de víctimas y culpar a otros por sus desmanes.

Estas dictaduras que pretenden existir a perpetuidad plantean para el concierto de naciones un reto ético y de principios fundamental porque cuestionan el concepto de soberanía. ¿Tienen estos Gobiernos que, como está más que probado —y este fraude patente de Maduro es otra prueba contundente— derecho a disponer a voluntad de las vidas y futuros de sus pueblos en nombre de esa soberanía bajo la cual abusan y matan?

Maduro ha tenido tiempo para falsear actas e intentar probar su maniobra, pero las actas de la oposición son claras y su validez comprobable. No parece que haya otra negociación posible que la de exigir a Maduro que entregue el poder.

¿Quién le pone el cascabel al gato?

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