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Veo golpes de Estado

Tanto la derecha española como los independentistas creen ser víctimas de una continua insurrección contra el orden constitucional

El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont asiste a un acto de apoyo a Junts, este sábado en Amélie Les Bains, Francia.
El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont asiste a un acto de apoyo a Junts, este sábado en Amélie Les Bains, Francia.David Borrat (EFE)
Jordi Amat

España debe de ser uno de los países donde se dan más golpes de Estado. Durante el proceso de tramitación de la ley de amnistía se organizaron manifestaciones acusando al presidente del Gobierno de estar dando uno para mantenerse en el poder. Un grupo de veteranos de las Fuerzas Armadas fue innovador y en un manifiesto sugirió que había llegado el momento de dar un golpe. “Ninguna tolerancia frente al golpe de Estado”, afirmó el ponderado presidente de Vox (no se refería al de los militares). Tampoco le pareció mal al líder de la oposición usar esa retórica alarmadora: la democracia española habría sufrido el golpe de 1981, el continuado de ETA, el de 2017 independentista y el último en virtud del acuerdo de Pedro Sánchez con los soberanistas catalanes porque suponía un desafío a los valores de la Constitución. La presidenta de la Comunidad de Madrid, que en su día ya acusó a Sánchez de preparar un golpe para acabar con la Monarquía e instaurar una república, nos resituó en este estado de excepción constitucional permanente al decir en la tribuna del Senado que la amnistía, sí, era un golpe a la democracia.

Pero hay más gente que está viendo golpes. Este sábado en Amélie Les Bains, por ejemplo, la pequeña localidad del sur de Francia cercana a la frontera con Cataluña. El secretario general de Junts, en un acto del partido, lo argumentó al establecer una sugestiva continuidad histórica. Hoy los Tejero, Armada y Milans del Bosch, afirmó, ya no llevan tricornio sino toga. Es “la cúpula judicial” que actúa como “una banda organizada” y está integrada por los jueces Llarena, Marchena, García Castellón y Aguirre. ¿El objetivo de su rebeldía al tratar de evitar la aplicación de la ley de amnistía? “Garantizar que todo seguirá como siempre y nadie tocará su cortijo particular de aquella España que soñaba el dictador”. Por si nos lee algún columnista objetivo, aclaremos que el dictador al que se refería no era el caudillo Sánchez, sino el exhumado Francisco Franco. Y Carles Puigdemont, en el acto del sábado, subrayó que “solo un golpe de Estado podrá impedir” que esté presente en el Parlament de Catalunya en la probable sesión de investidura de Salvador Illa, al que se vinculó a esa banda. Su detención, si se produce, sería un golpe más.

Claro que ahora, de repente y sin previo aviso, el Tribunal Supremo también ha empezado a ver golpistas. Hemos sido informados del cambio de criterio durante esta semana. Aunque los líderes del procés a los que se juzgó en la Sala de lo Penal habían sido acusados de rebelión, usando una peregrina descripción de insurrección con violencia, el tribunal presidido por Marchena —el más inteligente de los líderes de la oposición— sentenció que lo ocurrido en 2017 no pasaba de “señuelo”. Finalmente, para decepción de muchos, los condenó por sedición, delito que ya no existe en el Código Penal. Pero desde esta semana, desde la presentación de una cuestión de inconstitucionalidad contra la ley de amnistía, sabemos que la sala que él preside cataloga a esos líderes, y a los que no pudo juzgar pero le toca amnistiar, como “máximos responsables del golpe de Estado”. De un ensueño a un golpe hay algún matiz. Al ponente Leopoldo Puente la definición debe pacerle relevante. En la nota distribuida, con variantes, se repite en 15 ocasiones.

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A lo mejor el problema es mío al pensar que vivimos en una democracia europea que, con problemas, va tirando mejor que peor. Pero debe ser la miopía. Porque el peligro de una crisis del Estado nos acecha y la tentación golpista se repite porque el mal siempre está presente entre nosotros. ¿No lo ven?

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.
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