La voluntad de no saber
Dado que el que denuncia pone en duda la fe, desbaratando a una comunidad, no hay nada más sencillo que ahogar la voz de los niños sacrificados
Cuando a principios de los noventa la niña de ocho años Alessandra Martín tuvo la valentía de contar en casa que el cura Lluís Tó, responsable religioso de primaria, abusaba de ella, sus padres acudieron a la dirección del selecto colegio Sant Ignasi para que apartaran al sacerdote de la tarea, pero al ver que el centro se encogía de hombros pusieron el asunto en manos de la justicia y consiguieron que este fuera el primer caso sentenciado en firme por pederastia en España. Condena de dos años impuesta, por cierto, por Margarita Robles. La historia de Alessandra es una de las que conforman el magnífico documental La Fugida, el relato de cómo los jesuitas catalanes facilitaban una vía de escape a los sacerdotes señalados por pederastia y los ponían rumbo a Cochabamba, al colegio Juan XXIII, para que siguieran perpetrando fechorías a criaturas bolivianas con total impunidad. La paradoja es que mientras el cura abusador encontró buen acomodo en América, a la niña Alessandra se la acabó apartando del prestigioso centro por perturbar la paz escolar.
Tan fácil como dominar a una criatura es borrarla, que no altere el equilibrio familiar, escolar o vecinal. Sepultar su historia bajo un denso silencio. Incluso cuando acudimos al término “violencia vicaria”, que describe con rigor el daño que el padre hace a la madre a través de los hijos, siento que inevitablemente desaparece la historia de esas pequeñas vidas, las de seres plenos ya de sentimientos, convertidos por la desgracia en fantasmas que nos miran desde las fotos de prensa. ¿Eran sociables o tímidos, audaces o temerosos? ¿Cuál era ese diminutivo al que respondían? ¿Temían al padre, se habían puesto como escudo delante de su madre para protegerla? ¿Confiaron su miedo a alguien o lo callaron presas de la inquebrantable fidelidad que el niño guarda hacia los suyos?
En estos días hemos sabido que los abusos de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, estuvieron en conocimiento del Vaticano desde los años cincuenta y en absoluto perjudicaron su siniestra carrera ascendente. Salía más a cuenta que el padre de esta peculiar legión lograra reclutar jóvenes para una carrera, el sacerdocio, que estaba en horas bajas; convenía ceder a sus negocios, contactos y mordidas para comprar el silencio de unas autoridades encubridoras que permitieron sacrificar a sus hijos en beneficio del negocio sagrado de la fe. Porque esa es la trampa, la fe: el que denuncia está poniéndola en duda, desbaratando a una comunidad, tal vez provocando crisis espirituales en el corazón de otros creyentes.
No hay nada más sencillo que ahogar la voz de los niños sacrificados. Así lo hacen la institución religiosa, la familiar, hasta la élite cultural cuando se conforma como institución e imita los dogmas de la iglesia. Si al creyente le inquieta cómo podrá mantener la fe una vez sabido que los intermediarios de Dios abusan de sus criaturas, a quien tiene el arte como expresión sagrada que existe más allá de cualquier consideración moral lo que parece importarle cuando una violación se hace pública, más que prestar atención a la víctima, es filosofar sobre cómo se verá alterada su fe ante el objeto artístico.
No hay envoltorio que encubra con más celo lo sagrado que el silencio: hay una curia en Roma y también la ha habido en París, en el exquisito microcosmos cultural que supo exportar al mundo la coartada de que los deseos estaban por encima de los derechos, de que la libertad sexual del adulto podía ser la gran escuela del niño. No abusaban, hacían pedagogía. En ese ambiente ideológicamente perverso, las voces de unas cuantas mujeres, como Camille Kouchner o Vanessa Springora, actuaron de aguafiestas y sacudieron conciencias. A ellas se unirá este otoño el impactante Triste Tigre, de Neige Sinno, que deja en tus manos el corazón de cristal de la niña que fue. Dan ganas de gritar.
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