Tres décadas de abusos en el internado de los horrores en Bolivia: “Siento que fue el holocausto de la pederastia”
Una docena de víctimas y testigos de agresiones sexuales a menores en el colegio Juan XXIII de Cochabamba reconstruyen con sus recuerdos cómo el centro se convirtió desde los años setenta hasta los noventa en el refugio de al menos cinco jesuitas que abusaron sistemáticamente de niños
EL PAÍS puso en marcha en 2018 una investigación de la pederastia en la Iglesia española y tiene una base de datos actualizada con todos los casos conocidos. Si conoce algún caso que no haya visto la luz, nos puede escribir a: abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, la dirección es: abusosamerica@elpais.es.
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En lugar de cerrar los ojos como hacían sus compañeros del internado, él se levantaba de la cama en silencio, se vestía con varias capas de ropa y se marchaba a dormir, escondido, entre los arbustos del patio aledaños a la piscina del colegio. Prefería el frío a que el jesuita español Alfonso Pedrajas volviera a llevarle a su cuarto por la noche para abusar de él. “Estuve así dos o tres meses. Ni siquiera podía dormir bien. Mis calificaciones bajaron, no atendía en clase... Mi mente estaba en otro lado. Yo estaba evitándole”, explica Aldo. Con un nombre ficticio, esta víctima narra 40 años después su paso por el colegio Juan XXIII de Cochabamba en una terraza de esta ciudad boliviana. Aldo forma parte de la docena de víctimas y testigos que han denunciado el abuso sexual sistemático a niños por al menos cinco jesuitas (cuatro españoles) en esta escuela, epicentro del escándalo de pederastia que atraviesa la Compañía de Jesús. Todos ellos, exalumnos de décadas que van de los años setenta a los noventa, repiten una misma frase: fueron más de un centenar de víctimas y los alumnos, jesuitas y profesores sabían lo que pasaba allí.
En la gran sala donde estaba esa cama de la que se levantaba cada noche Aldo ya no hay rastro de literas ni de estudiantes. Entre los arbustos donde intentaba dormir crece la maleza, ahora de un color pardo seco, la piscina parece un gran cascarón vacío cubierto de palmeras marchitas y la única señal de vida de aquel tiempo son algunas herramientas oxidadas, olvidadas en las esquinas como si fueran la osamenta de un animal en descomposición. Hace años que el Juan XXIII dejó de ser un internado mixto. Ahora es una de las sedes de Fe y Alegría, la institución que gestiona los centros de los jesuitas en Bolivia. Una pequeña parte del recinto está arreglada para el uso de oficinas y para que alumnos de otros colegios desarrollen actividades extraescolares o pasen unos días de campamento. Apenas quedan huellas de aquel internado de los horrores, aunque entre sus muros uno aún percibe el rastro que dejaron los fantasmas del miedo, la impunidad y el silencio.
Diario de un cura pederasta
Muchos de esos recuerdos de Aldo despertaron hace unas semanas, cuando leyó el reportaje de Diario de un cura pederasta, la historia de su profesor y abusador Alfonso Pedrajas, fallecido en 2009, que escribió un diario secreto en el que admite que agredió sexualmente de decenas de niños durante décadas y cómo la orden le encubrió. Publicación que obligó a los jesuitas a reconocer el daño, pedir perdón y abrir una investigación por todos los casos acontecidos en el colegio. Sumando los religiosos acusados en el Juan XXIII, ya son nueve los jesuitas (siete españoles) señalados de pederastia en Bolivia desde los años sesenta que han salido a la luz el último mes. Aldo suspira y continúa contando su historia.
Tras pernoctar varios meses a la intemperie, se hizo un grupo de amigos. Eran cuatro, de unos 14 años, y juntos hicieron un juramento para protegerse mutuamente y evitar que Pedrajas, conocido como Pica, les agrediera sexualmente. “Nos protegíamos. Estábamos juntos y en público, delante de los educadores, le imitábamos. Nos tocábamos entre nosotros de broma y nos decíamos las frases que él acostumbraba a decir a los niños cuando les tocaba. Él se asustaba y nos dejó de buscar”, cuenta. A pesar de ello, los cuatro amigos siguieron viendo cómo Pica buscaba a otros compañeros por las noches. Para intentar frenarlo, advirtieron a todos durante las clases y los ratos de recreo. “Lo más grave: había educadores que vivían y dormían allí. Y sabían también. Nunca hicieron nada”, dice Aldo.
Algunas víctimas anónimas cuentan a EL PAÍS que, ya en los setenta, cuando el colegio comenzó su andadura, Pica entraba por las noches en los dormitorios y les agredía con impunidad, en sus camas. “Era un encantador de serpientes, un manipulador”, dice una de ellas. Otras sufrieron sus abusos durante las excursiones que él organizaba fuera del colegio y otras tantas lo hicieron en su habitación.
“Era un secreto a voces”, remacha otro exalumno. Décadas después de dejar el colegio, este antiguo estudiante regresa para pasear por la zona. De los caminos de tierra que rodeaban el centro han surgido carreteras de cemento, centenares de vehículos y nuevas casas. Solo se mantienen como testigos de ese pasado los altos árboles molles, símbolos de Cochabamba. “Este sitio fue mi hogar, y a mis compañeros les tengo un gran cariño. Eran como hermanos. Ahora mi percepción del Juan XXIII ha cambiado. Siento que esto fue el holocausto de la pederastia”, relata mientras rodea los altos muros que mantienen cercado el recinto.
El Juan XXIII no era un centro convencional. Sus alumnos, la mayoría procedentes de familias humildes de toda Bolivia y becados, eran seleccionados a través de exámenes de alto nivel. Dentro, no solo estudiaban, también se organizaban como un microestado, al que llamaban “pequeña nueva Bolivia”. Los cursos superiores ocupaban cargos similares a los ministerios, tenían un presidente y hacían elecciones. El poder último, sin embargo, lo ostentaba Pica. Además, los internos mayores trabajaban la mitad del día para que el centro generase recursos: tenían una panadería que producía pan para venderlo en el barrio, cerdos, vacas, un huerto y un gallinero con más de 5.000 gallinas. Incluso fabricaban tapas para alcantarillado que luego vendían al ayuntamiento de la localidad.
De esas instalaciones no puede verse nada; una tapia separa el actual centro de esos espacios, marchitos por el paso del tiempo. La asociación de antiguos alumnos afirma que la orden malvendió durante los años noventa los terrenos y la maquinaria. Algo que, sin aclararlo del todo, la orden ha negado recientemente.
Pedrajas no es el único acusado de abusos durante estas décadas. Durante el curso de 1982-1983, Pedrajas fue enviado a las minas de Oruro por la orden como castigo por sus abusos. Así lo cuenta una de sus víctimas, que recibió una carta del jesuita culpándole de haberle denunciado ante sus superiores. Aquel año de su marcha, llegó el cura español Francesc Peris, conocido como Chesco. Una mujer le acusa de abusar de ella y de otras tantas compañeras. Chesco entraba por las noches debajo de sus sábanas y las tocaba. Pero no era el único. Carlos Villamil, el jesuita boliviano que se quedó al frente del colegio, las sacaba de sus camas y se las llevaba a su habitación o al gallinero del colegio para violarlas. “Yo fui testigo de eso. Lo vi con mis ojos”, dice un exalumno, también víctima de Pica.
Chesco abandonó Bolivia y regresó a España, al colegio jesuita de Casp, en Barcelona, donde recientemente han salido a la luz acusaciones de abusos contra chicas y chicos. Pica volvió al Juan XXIII en 1984. Allí coincidió con Aldo y sus amigos. Y a Villamil, apodado Vicu y ya fallecido, los alumnos siguieron viéndolo por las noches salir a por sus víctimas. “Cuando nos enteramos de lo de Vicu, decidimos espiarlo. Nos escondimos en las pistas de baloncesto, en la oscuridad y veíamos como las cogía por el hombro y las conducía a su cuarto”, dice Aldo. La cancha de la que habla sigue manteniendo su color verdoso, es de las pocas zonas que siguen utilizándose. Frente a ella, como cuenta Aldo, puede verse lo que hace décadas fue el dormitorio de las chicas.
El equipo de Aldo consiguió alejar al abusador. Pedrajas, que por entonces dormía en un compartimento en el medio del cuarto común de los alumnos más pequeños, se mudó a una habitación aislada, cuenta Aldo. Pero no fue una victoria completa, pues Pica no dormía cerca de ellos pero siguió abusando de menores. Y Vicu siguió acudiendo a por las chicas. El compromiso de protegerse entre esos cuatro amigos se abrió a otros alumnos y la indignación se extendió entre todos.
Bautista, también nombre ficticio, fue uno de ellos. Por entonces chocaba mucho con Pica por su forma de gestionar el colegio y de dirigir las relaciones entre los alumnos. “Comenzó a hacer juicios populares donde evaluaba, por ejemplo, el comportamiento de las parejas que se formaban en el colegio entre chicos y chicas. En ese momento no había un punto de referencia para decir si pedagógicamente eso era correcto o si podía estar creando un trauma en esas parejas”, relata. Pero lo que finalmente hizo estallar a Bautista fue cuando se enteró de que un compañero de su curso estaba sufriendo abusos y sentía tanto miedo por las noches que, relata, se orinaba en la cama.
Como respuesta, les dijo a Aldo y su grupo que iba a escribir una carta para hacerla pública, pero algo lo frenó todo. “Alguien se lo comentó a un chivato de Pica y este se enteró. Pero en lugar de reaccionar de forma agresiva, nos llamó a su cuarto”, explica Bautista. Todos acudieron a la habitación de Pedrajas (al grupo de Aldo, a Bautista y “al chivato”), por entonces cercana al pequeño anfiteatro del colegio. Tanto Aldo como Bautista recuerdan que Pica se echó a llorar y a pedir perdón por lo que hacía. “Nos dijo que se había enterado de lo de la carta, de que la queríamos mandar a Europa [a los superiores de la Compañía], y nos pidió que por favor no lo hiciéramos. Que él sabía que tenía ese problema, que no había podido controlarse, que a él de pequeño también lo habían violado.... Nos convenció y nos fuimos. No sabíamos que era un monstruo”, relata Aldo. Meses después, cuentan estos alumnos, Pedrajas “consiguió expulsarlos a todos, uno a uno, del colegio”, salvo a Aldo y “al chivato”. El anfiteatro y la habitación de Pica siguen en pie, construidos dentro de un pequeño edificio en los extremos del colegio. Aún están las pequeñas gradas con asientos de madera, un espacio conquistado por el polvo y que desprende un olor a inhabitado.
Pica abandonó el colegio en 1989 y Vicu se quedó como director en su lugar. Marchó a Oruro, como maestro de novicios, donde las últimas semanas también han aparecido acusaciones contra él por agresiones sexuales. Ya en los noventa, los jesuitas construyeron otro colegio a las afueras de Cochabamba, en el municipio de Cocaraya, para albergar exclusivamente a los cursos de los más pequeños. Hoy es el único de los dos colegios que sigue con su actividad educativa, aunque ya no es un internado.
Pica, pese a estar dedicado a otros trabajos pastorales, siguió visitando este recinto algunos fines de semana, para dar misa y realizar actividades. Toni, nombre ficticio, revela que el jesuita abusó de él en dos ocasiones por entonces, una mientras dormía en las literas y otra en la habitación de Pedrajas. La mañana siguiente del último episodio fue domingo, el día libre de los alumnos para visitar la ciudad. “Justo cuando estaba a punto de salir, apareció Pica en su moto y me ordenó montar. Dijo que solo quería acercarme hasta el poblado más cercano para abordar el transporte hasta Cochabamba. En el trayecto me interrogó. Le mencione que lo que estaba pasando no era correcto y después de mucho tiempo de pensar su respuesta, dijo: ‘Todo esto terminará pronto”. No volvió a abusar de él.
En los noventa, accedió como director del Juan XXIII primigenio el jesuita catalán Francisco Pifarré, amigo de Pica —aparece citado numerosas veces en el diario de este— y misionero durante décadas en las comunidades guaraníes. Sus alumnos le recuerdan como un déspota acostumbrado a dar gritos y sobrepasarse con las chicas. En la última semana se ha presentado denuncia contra él ante la Fiscalía por abusos a una chica, pero ya en 1993 vivió una pequeña rebelión dentro del colegio por este motivo, cuando un curso convocó una asamblea en el pequeño anfiteatro para contar todo lo que estaba haciendo.
Roberta, nombre ficticio, recuerda ese día. “Tocaron la campana y nos convocaron los compañeros del último curso a huelga. Todos al anfiteatro. Cinco compañeras empezaron a contar, llorando, los tocamientos que les hacía Pifa. Los alumnos decidieron llamar a los superiores”, cuenta. Y acudieron “muchos curas”. Entre ellos estaban Pica, por entonces superior de la comunidad, Vicu y el jesuita español Jorge Vila, fallecido en 2012 y recientemente acusado ante los tribunales de pederastia. “Se reunieron en la casa y su conclusión fue que confundimos lo que en realidad eran sentimientos de padre. Expulsaron a varios compañeros”, dice Roberta. Finalmente, Pifa salió del centro en 1995, dicen los antiguos alumnos, por una denuncia interna. Tras su salida, ocupó altos cargos en la orden. El último, hasta enero de 2023, dirigente nacional de Fe y Alegría.
Un retrato enmarcado de Pifa sigue colgado en el nuevo auditorio del recinto de lo que antes era el Juan XXIII. Sonríe, mientras a su alrededor varios trabajadores limpian el suelo y adecentan el lugar para un evento. Fuera, en las calles de Cochabamba, se prepara una manifestación contra los sacerdotes acusados de pederastia.
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