Barricadas en los tribunales
Se presume que las altas instancias judiciales disfrutan de una exquisita condición de neutralidad pero sus sentencias revelan la innegable condición política de los órganos que las suscriben
Dos decisiones controvertidas han sido adoptadas simultáneamente por los Tribunales Supremos de Estados Unidos y de España, respectivamente. Son decisiones que revelan la innegable condición política de los órganos que las suscriben. La primera sobre el alcance de la inmunidad penal del presidente estadounidense en el ejercicio de su cargo. La segunda sobre la interpretación de la ley de amnistía y su aplicación a condenados y procesados por los hechos del procés catalán. Son resoluciones judiciales que han provocado y seguirán provocando el debate doctrinal entre especialistas, junto con una enconada polémica política. Lo justifican los asuntos tratados y sus consecuencias a medio y largo plazo.
Es prácticamente imposible, por tanto, refugiarse en el tradicional Roma locuta, causa finita y dar por cerrada la discusión. No sería apropiado para la resolución española porque todavía subsisten posibilidades de apelación en el mismo Estado y en la Unión Europea. Pero tampoco se cierra en Estados Unidos por la trascendencia que tiene para el futuro de su régimen político. Seguirán resonando y se va a seguir debatiendo sobre su eficacia jurídica y política.
Es así porque se presume que las altas instancias judiciales disfrutan de una exquisita condición de neutralidad cuando dirimen los conflictos sometidos a su consideración. Aislados en teoría de la brega política del día, los tribunales han sido equiparados a templos de la justicia donde sus magistrados ofician como vestales, inmunes a cualquier contaminación partidaria. Así lo evocan plásticamente los edificios que les albergan, los rituales que siguen y los ornamentos con que se revisten. Pese a ello, los datos históricos no siempre concuerdan con esta imagen y obligan a interrogarse sobre aquella condición de neutralidad. ¿La tuvieron en su origen y la siguen teniendo? ¿O la poseyeron en algún momento, pero la perdieron por la influencia de algún hado maléfico o por la torpe manipulación de algunos actores desaprensivos?
En el intento de responder a estos interrogantes, me ha resultado útil la lectura de un libro recomendado por un amigo, a la vez que competente y ecuánime constitucionalista. Me refiero a la excelente biografía del juez John Marshall, presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos entre 1801 y 1835 (Without Precedent. Chief Justice John Marshall and his Times, de J. R. Paul, New York, 2018). Marshall ha pasado a la historia como militar y político. Pero sobre todo como el magistrado que ejerció por más tiempo la presidencia del Tribunal Supremo estadounidense, redactando centenares de sus decisiones. Entre ellas, la famosa sentencia dictada por el Tribunal en 1803 en el caso Marbury vs. Madison. Es sabido que la posición eminente ocupada por el Tribunal Supremo de EE UU en su sistema institucional deriva de esta sentencia. En ella, se ratificaba el principio de que correspondía a los jueces el control de la constitucionalidad de las leyes y de otras decisiones políticas. Se abría así el camino seguido años después por otros países donde también se pusieron en marcha instituciones contramayoritarias, encargadas de fiscalizar la acción legislativa de sus asambleas de elección democrática.
Menos conocido es de qué modo fue designado Marshall para ocupar la presidencia del Tribunal que dirigió durante 35 años, en qué contexto político tuvo lugar dicha designación y cómo se desarrolló el litigio que acabaría en la celebérrima sentencia de 1803. El nombramiento de Marshall como magistrado —junto con una reforma judicial de urgencia y la designación de algunas docenas de jueces— fue una decisión de última hora —a midnight decision— del presidente John Adams, pocos días antes de abandonar el cargo y de la toma de posesión de su sucesor. Con estas decisiones y, especialmente, con el nombramiento de Marshall, que era destacado miembro de su Gobierno, el presidente Adams quiso anticiparse a la posible designación de un adversario de su familia política para ocupar la citada magistratura. Esta maniobra preventiva tuvo lugar en plena pugna partidista y en medio de una competida elección presidencial que enfrentaba a los Federalistas —entre ellos, Adams y Marshall— con los Republicanos dirigidos por Thomas Jefferson, sucesor de Adams en la presidencia de Estados Unidos.
Marshall saltó, pues, directamente de un gobierno en el que era secretario de Estado al Tribunal Supremo. Lo fue con una clara finalidad política: asegurar el control de la justicia para los Federalistas y convertirla —en palabras del historiador— en una “barricada” defensiva contra las decisiones del nuevo gobierno del presidente Jefferson. Es bueno recordar que en aquel momento Federalistas y Republicanos sostenían visiones muy diferentes sobre hacia dónde debía marchar la joven República. Y no solo en términos de competencias territoriales, sino en la defensa de los grupos económicos y sociales que pretendían dominarla.
Por lo que hace a la famosa sentencia Marbury vs. Madison, cuenta el relato histórico que la actuación de Marshall como presidente del Tribunal fue de una notable habilidad jurídica para dar respuesta al conflicto planteado. Pero no fue ejemplo de una intachable y escrupulosa gestión. Varias circunstancias empañan el desarrollo del episodio. La demanda planteada había sido promovida con intenciones partidistas para poner en aprietos al ya presidente Jefferson y enfrentarlo con el Tribunal. El propio Marshall —directamente involucrado como parte interesada en el origen de aquel litigio por pertenecer al gobierno antes de su repentino tránsito al tribunal— no se inhibió de intervenir en el proceso como probablemente hubiera debido. Es más, fue ponente y redactor de la famosa sentencia. Finalmente, un testimonio determinante para sustentar la resolución del tribunal fue el de James Marshall, falseando hechos decisivos pese a declarar bajo juramento ante el tribunal. Según los historiadores, lo hizo con muy probable conocimiento y a petición del mismo juez Marshall de quien era hermano, sin que se descarte que la estrategia procesal del caso fuera diseñada conjuntamente por los hermanos Marshall y el principal abogado del demandante.
¿Por qué me parecen significativas estas escandalosas referencias históricas? No lo son para descalificar en bloque la existencia de la institución y la totalidad de sus intervenciones. Pero lo son para situarlas donde corresponde. No en un olimpo jurídico ideal, alejado de las banderías partidistas, sino plenamente incrustadas en un sistema político determinado, inclinadas según los casos a favor o en contra de posiciones de parte, en medio de tensiones y presiones que se dan en toda sociedad.
La mitología idealizada con que se revisten no puede ocultar esta realidad. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos y las instituciones equiparables de países como el nuestro forman parte de un sistema político al que corresponde dirimir conflictos provocados por la desigual distribución de recursos entre individuos y grupos de la comunidad. Por este motivo, no puede haber pura “apoliticidad”, ni en la designación de los titulares de aquellas instituciones, ni en el sentido de sus resoluciones. Ahora bien: cuando este sesgo inevitable que padecen traspasa ciertos límites, se priva a la institución de la legitimidad indispensable para que sus intervenciones sean socialmente eficientes. Criticar este sesgo será, entonces, un ejercicio útil y respetable si quienes lo hacen acreditan que no han incurrido o incurren en prácticas similares. De no ser así, poco o nada contribuyen a corregir la situación. Más bien, al contrario.
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