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PUNTO DE OBSERVACIÓN
Columna
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Ánimo, Biden: la Corte Suprema te protege, hagas lo que hagas

El Supremo de EE UU ha tenido épocas brillantes y sombrías. Esta quizás sí es la más oscura

Biden
Nicolás Aznárez
Soledad Gallego-Díaz

El actual presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, tiene tres meses para presionar a los responsables de las máquinas que contarán los votos de las elecciones presidenciales de noviembre en los Estados clave para el resultado final y conseguir que, por ejemplo, coloquen un algoritmo que convierta en demócrata cinco de cada veinte votos republicanos. ¿Por qué no? Según la sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos (que cumplen funciones de Tribunal Constitucional), no podrá ser imputado por ninguna acción cometida durante su mandato presidencial y en su condición de presidente. Obviamente, la Corte no estaba pensando en Biden, sino en Donald Trump cuando llegó a semejante conclusión, pero, en realidad, lo que ha hecho es conceder inmunidad a cualquier presidente, haga lo que haga en su condición de tal.

Trump no puede ser juzgado por haber presionado a Mike Pence para que se negara a avalar los resultados electorales que dieron la victoria a Biden en 2021, ni por intentar que las autoridades de Georgia cambiaran un determinado número de votos demócratas. Nadie perseguiría a Joe Biden si dedicara estos meses a intentar manipular las próximas elecciones o contratara a un sicario que le rompiera las piernas a su contrincante. No es probable que lo haga, porque Biden, por muy viejo y titubeante que esté, cree en la democracia. Otra cosa sería Trump, si vuelve a ser presidente y disfruta desde el principio de su mandato de semejante coraza jurídica. Tendría cuatro años enteros para maquinar contra sus adversarios, para hacerse aún más millonario con ayuda de Putin o de quien proceda y, como él mismo aventuró, para “agarrar por el coño” a cualquier mujer que le llame la atención.

La Corte Suprema (CS) de Estados Unidos ha tenido épocas brillantes y épocas sombrías. Esta no es la primera dañina, aunque, quizás, sí la más oscura. Como escribe Thomas Kerck, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Siracusa (Nueva York), “si bien los tribunales pueden ser baluartes de defensa de la democracia, esto no significa que lo sean en todos los casos. También pueden ser fuentes importantes de control social y represión. Pueden utilizarse para neutralizar a los líderes políticos y para hacer que los poderosos sean inmunes a los procesos judiciales. Los sistemas judiciales pueden ser penetrados y los jueces pueden ser cooptados”. Para Kerk, eso sucede cuando grupos claves de actores políticos ya no consideran útil mantener sus compromisos con la transferencia pacífica del poder. En ese momento, “no debemos esperar que los jueces sean defensores útiles de la democracia. De hecho, pueden ser utilizados para socavar el régimen”.

Afortunadamente, el Supremo de Estados Unidos ha tenido épocas muy brillantes, tanto que sus sentencias son estudiadas en todo el mundo como fuente de argumentos en defensa de la democracia y, muy especialmente, del derecho a la libre expresión y libertad de prensa. Los periodistas le deben mucho a Oliver Wendell Holmes, por ejemplo, y a su sentencia Schenck contra Estados Unidos, según la cual la protección a la libertad de expresión no debe ser recortada, a menos que exista “un peligro presente de mal inmediato”. Bien aplicada hoy día, habría ayudado a mantener en libertad a Julian Assange, que nunca supuso un peligro ni cierto ni inminente para la seguridad de Estados Unidos.

Curioso que los momentos más espectaculares de la Corte Suprema norteamericana hayan coincidido con presidentes que no habían sido jueces anteriormente (en el actual, de sus nueve miembros, solo uno, Elena Kagan, procede directamente del mundo académico). John Marshall, considerado casi el padre fundador de la CS (la presidió entre 1801 y 1835), fue diplomático. Earl Warren (responsable de que la Corte Suprema fuera, no solo garantía de la separación de poderes, sino también de los derechos de los ciudadanos individuales) fue antes político y gobernador de California, y Thurgood Marshall (el primer negro en llegar a ese tribunal) era un conocidísimo activista pro derechos humanos, que defendió como abogado acabar con la segregación racial en las escuelas públicas. Curioso también que las épocas más brillantes del Tribunal Constitucional de España hayan estado presididas por catedráticos y no por jueces.

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