Eutanasia: un derecho que no se cumple
Tres años después de la aprobación de la ley, administraciones y objetores se empeñan en bloquear su aplicación
Los fracasos y los éxitos son siempre relativos. Según el ángulo desde el que se examine el vaso, este parecerá medio vacío o medio lleno. No faltarán, por tanto, piquitos de oro que reinterpretarán los datos que contó Pablo Ordaz el domingo en este periódico para concluir que la ley de eutanasia no ha fracasado. Dirán que se hace camino al andar, que todo se ajusta con el tiempo y que la paciencia es la madre de la ciencia, pero paciencia es precisamente lo que perdió hace mucho quien reclama que le ayuden a morir de una santa vez. Un derecho que solo ha alcanzado a la mitad de los solicitantes es un derecho que no se cumple. Tampoco se cumple si depende de la amabilidad improbable y azarosa de los médicos y de la intransigencia de los burócratas. Y quien defienda lo contrario miente.
Que me disculpen los amantes del matiz y la discusión fina, los enunciadores de dilemas ficticios y los que hablan con un librito de papel de fumar en el bolsillo para coger con él todos sus argumentos, pero tres años después de su aprobación, la ley de eutanasia parece un texto pensado para no cumplirse. En su momento, fui de los que comprendieron la cautela de los legisladores, siempre preocupados por no topar demasiado fuerte con el pórtico de la iglesia, como Sancho en El Toboso, pero hoy no puedo condescender más con los restos de ese país de carabineros, moscas y frailes que dibujaba Pío Baroja. Defendí hace tres años que la ley era un avance (uno más en un país que ha demostrado ser la vanguardia sensata en este tipo de derechos) y que ya iríamos puliéndola y mejorándola por la fuerza inapelable de los hechos. Es decir: cuando los que entonces se escandalizaban comprobaran que no se iba a propiciar una eugenesia ni se iba a desenchufar masivamente a los enfermos de las UCI; cuando viesen que todo era una cuestión de compasión elemental, para que no impongamos a las personas un sufrimiento que le ahorramos a la mayoría de los animales; cuando viesen, en fin, que era un asunto de sentido común, la ley se podría mejorar y poner en sus justos términos.
Me equivoqué. Minusvaloré el poder de la España negra, que tenía por residual. Lejos de imponerse la sensatez, administraciones y médicos obstructores han empeorado el infierno de muchas personas que solo pedían un poco de misericordia. No conté con la cantidad de españoles que siguen anteponiendo sus prejuicios y sus preceptos a la moral práctica y al sufrimiento de las vidas que presumen de preservar.
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