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TRIBUNA
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Cosas que el PP puede aprender de Vox

La ultraderecha ha durado por jugar al largo plazo de las ideas. Los populares tienen que reforzar sus propias convicciones liberales

Cosas que el PP puede aprender de Vox. Ignacio Peyró
nicolás aznárez
Ignacio Peyró

El besamanos de Aznar rivalizaba en longitud con la Gran Muralla china y quizá también podía verse desde el espacio exterior. Era el 4 de marzo del año 2004, y toda euforia parecía aún justificada. El PP iba a ganar las elecciones en apenas unos días. Y con la presentación de la revista de pensamiento de FAES, el presidente saliente —”no sé trabajar poco”— enriquecía el contenido de un retiro intelectualmente belicoso. Aznar comprometía su futuro en aquello que, antes de resucitar el término guerra cultural, se llamaba batalla de las ideas. Había sufrido en sus carnes el rechazo a los partidos de derechas y, a la vez, había visto con sus ojos la red capaz de sostener una revolución conservadora en EE UU. El plan parecía culminar su propio destino. Él había logrado reunir a la grey dispersa de las derechas. Reducir la extrema derecha a cuatro pelmas con loden. Y redondear la Transición con la primera mayoría absoluta del centroderecha liberal. Ahora podía dedicarse a la hegemonía en la cultura. Y aportar materia prima a un partido del que iba a ser presidente de honor con Rajoy como encargado de fábrica.

Tras el costalazo de Sumar en las urnas, bien podemos trasladarnos al extremo contrario de la escala cuqui de la política para hablar de FAES. Sé dónde me meto. No hay enemistad sin fascinación, y la fijación de la izquierda con FAES recuerda a esas novelas góticas —frailes panzudos, abadesas crueles, novicias corrompidas— con que el protestantismo se excitaba al imaginar el mundo católico. Pero FAES no es cualquier cosa. No son tres tuiteros. Es de las escasas iniciativas intelectuales de la derecha que se respeta a sí misma. No solo sigue siendo su reserva espiritual, sino —véanse las listas europeas— su cantera de calidad. Como los oráculos antiguos, hay que estar atentos cuando habla. Y, al contrario que los oráculos antiguos, habla —como su fundador— sin claroscuros. FAES estuvo detrás del diagnóstico “antes que España, se romperá Cataluña”. Estuvo detrás del discurso de Casado contra Vox. Ha aportado artillería argumentativa contra la amnistía. Y acaba de reprochar a Vox —de nuevo— su “corrupción del conservadurismo”. A FAES se le ha acusado de personalista: organizar seminarios de política energética un día, y al otro publicar los desmentidos privados de Aznar. Algo de ese personalismo estaba ya in nuce en aquel acto de marzo de 2004. Algo ha habido aún en la reivindicación, hace solo unos meses, de su gestión del 11-M. Y, aunque FAES nunca se preocupó de ser cómoda con Génova, hubo mucho en las pullas a Rajoy. La ruptura FAES-PP en 2016 fue dramática en buena parte por no vivirse con el drama necesario: uno de los grandes partidos europeos se quedaba sin máquina de pensar.

El descontento no era solo personal. En los años de Rajoy hay quien siente la nostalgia de una derecha más musculada. FAES rompe por fuera, Floridablanca espolea por dentro. Ciudadanos abre un boquete de voto liberal. Y en el plantel fundacional de Vox estarán también altas jerarquías fundacionales de FAES: Alejo Vidal-Quadras, José Luis González Quirós —director de aquella revista presentada por Aznar—; algo más tarde, Rafael Bardají. Vox crecerá con Cataluña, pero surge de la crítica a una derecha que juzgan átona y gestora. Vox, al nacer, se ve como un PP vitaminado. Así comienza la contradanza entre las dos derechas, que continúa hoy.

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Al llegar al poder, Rajoy encontró una contrariedad sublime. Él y su partido, europeístas convencidos, ortodoxos de la austeridad, tan alemanes como los alemanes, se dan cuenta de que están solos. Merkel va a tardar años en convencerse de la fiabilidad de su socio español. Rajoy —vacunado contra ardores ideológicos desde la experiencia neocon— no va a tardar, en cambio, ni un minuto en advertir que la batalla de las ideas dada en casa también se proyecta fuera de ella: para aquella UE, España solo se entendía desde el Partido Socialista y desde la prensa progresista. A lo largo del tiempo, el PP ha entrado y salido de estas conexiones internacionales en todo lo que va de Kohl a Sarkozy o Cameron. Siempre le costaron, pero siempre le fueron bien: al final, hubo foto de Merkel y Rajoy de paseo en barco por Chicago.

Para el centroderecha clásico, la interlocución internacional hoy está difícil: ¿de qué hablar con Trump, con unos tories en desalojo o con una Von der Leyen obediente a sus propios contrapesos de poder? Esa interlocución es lo que Vox está cuidando. Poda a sus liberales pero baila con Milei. Es proteccionista en España, pero abraza a los proteccionistas de Francia. Con el polaco detesta a Putin y con el húngaro lo respeta. Mantiene un romance con Trump, aunque Trump no corresponde en amor al mundo hispánico. Y también fueron los primeros en acercarse a Meloni y hoy hay cola. Es un ejercicio de sincretismo digno de la democracia cristiana o, quién se lo hubiera dicho, del viejo Partido Popular. Nadie dudará de que les ha rendido: nacieron en los arrabales y, 10 años después, se mandan wasaps con jefes de Estado y de Gobierno.

Vox ha durado más de lo que nadie esperaba: el PP, que absorbió el voto de Ciudadanos, no le ha cogido nunca el paso a Vox. Y Vox, en parte, ha durado por jugar a este largo plazo de las ideas. El PP cree que de las derechas alternativas puede aprender a proyectar su mensaje: sigue teniendo complejo de maquinaria anquilosada, cuando en tiempos de desafecto fueron sus hechuras de partido clásico lo que le salvó y en elecciones como las de 2016 mostró una maquinaria electoral contemporánea y ágil. De Vox, sin embargo, puede —aunque duela— aprender otras cosas. Ambición intelectual: pasma que los líderes morales del PP sean todavía figuras clásicas importadas de la izquierda. Sin duda, se quiere como un gesto de apertura y un señuelo para ese progresista templado que, sin embargo, siente temores y temblores ante la idea de saltar la valla y votar a un partido de derechas. Al mismo tiempo, con esta actitud no solo el PP transparenta una flaca convicción en sus propias convicciones: deja más bien la sensación de una ausencia, por no hablar del pobre juicio sobre uno mismo que transmite el entregar tu voz intelectual a quien te ha estado menospreciando hasta ayer. Otro punto, contiguo, que imitar: la claridad para fijar posiciones. De Vox se sabe dónde está aunque —como se ha visto— tengan días iliberales y días neoliberales y no les falten componendas ni pasteleos. Partido de base amplia, el PP no se posiciona sin tensarse, pero debiera ser más fácil seguir donde está en Palestina o las pensiones, Estado autonómico o Universidad. Siquiera sea porque, si no te posicionas tú, igualmente ya te posicionarán otros.

Los resultados de las europeas o la erosión de Vox en las autonomías pueden fortalecer una tentación inercial del PP: llegar al Gobierno por desgaste. Es posible que sea suficiente, claro: hasta los Himalayas se desgastan. Feijóo, sin embargo, ya tiene experiencia de que el antisanchismo solo puede no valer, con un entorno mediático hostil y un sistema de partidos más abierto. El propio antifelipismo no llevó al PP a La Moncloa en 1993: llegó en 1996, cuando todo el mundo sabía qué iba a hacer y quién iba a hacerlo. La nueva etapa del centroderecha ha reconciliado aznarismo y marianismo, ha puesto orden dentro, ha buscado el equilibrio con las baronías y ha traído caras nuevas sin descuidar a sus clásicos. Ahora, aspirar a un nuevo vigor constitucionalista y liberal no es solo recomendable para ganar a Sánchez y —de paso— reducir a Vox. Es, ante todo, lo debido a su idea de España. Y lo merecido por esa mayoría moderada del país que necesita saber con qué ilusionarse y no solo a qué oponerse.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.
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