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Tribuna
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Biden, Trump, o la rata sobre la mesa

Decantarse por el mal menor cuando ambos ostentan un carácter abiertamente demoledor se asemeja a elegir entre el octavo y el noveno círculo del infierno

Foto de archivo de un debate presidencial entre Donald Trump y Joe Biden en 2020.
Foto de archivo de un debate presidencial entre Donald Trump y Joe Biden en 2020.Shawn Thew (EFE)
Azahara Palomeque

“No me puedo creer que en pleno siglo XXI tenga que elegir entre votar a Biden o a Trump”. La frase cae como una rata muerta sobre la mesa: nos miramos, estamos a punto de comenzar a cenar, pero el invisible roedor inerte que acaba de soltar mi marido por la boca hace que nos desaparezca el apetito y surja un asco volcado en noviembre —”no falta tanto”, recalca— y una incertidumbre que pringa todo el espacio del salón. El dilema él lo ve como un anacronismo: fuerzas destructoras del pasado regresan a anudarnos el vientre y ponernos contra la pared del potencial fin de la democracia; yo, sin embargo, lo concibo fruto del tiempo presente: capitalismo fósil, comunicación algorítmica que fomenta la posverdad, aunque quizá ambos guardemos parte de razón y simplemente la historia ya no pueda pensarse de forma lineal, más bien se trataría de un juego de máscaras tejido de discontinuidades al que da miedo enfrentarse.

En plena resaca de la derechización del Parlamento Europeo, y sobrevolando la escena el recuerdo de ese asalto al Capitolio que vivimos a pocos kilómetros, de las calles militarizadas y el insoportable clima de violencia institucional y callejera respirado tantas veces, la papeleta para las presidenciales de Estados Unidos arde en las manos como un regalo envenenado. La gestión de Biden quizá haya supuesto la mayor decepción reciente entre quienes nos consideramos progresistas, pues en su haber se cuentan promesas rotas como la subida del salario mínimo, el establecimiento de garantías básicas como bajas de maternidad o de enfermedad pagadas, y un plan climático bajo el cual se esconde una estrategia de seguridad energética. El presidente ha batido récords extractivistas, manteniéndose el país como el mayor productor de petróleo del mundo. Si con eso pretendía convencer al electorado de sus bondades ante una emergencia medioambiental que, en su discurso público, parece preocuparle, no lo está consiguiendo, a juzgar por las críticas de los grupos ecologistas. Mientras tanto, el apoyo a Israel cuando las víctimas mortales palestinas pasan de 36.000 y la masacre se retransmite en un directo viralizado a lo largo del globo tampoco ayuda: varios sondeos afirman pérdidas cuantiosas en el voto de una juventud movilizada desde sus universidades contra el sufrimiento de Gaza.

Pero —y aquí es donde la rata yaciente junto a los platos y cubiertos empieza a desprender un olor profundo a putrefacción— Trump no se nos olvida: ni la reforma fiscal aprobada a favor de las grandes fortunas; ni los tres jueces que inclinaron la composición del Tribunal Supremo hacia la cerrazón reaccionaria que derogó el aborto a nivel federal; ni, por supuesto, cómo salió impune de un proceso falsario de impeachment tras haber presuntamente instigado una tentativa de golpe de Estado, según una comisión de investigación del propio Congreso. Recientemente convertido en el primer expresidente condenado en un juicio penal, relacionado con el soborno de la actriz porno Stormy Daniels, continúa liderando ligeramente las encuestas a pesar de todo, las nacionales y las de al menos cinco estados bisagra, esos decisivos a la hora de determinar quién habita la Casa Blanca. “Un presidente que pierde los comicios no vuelve nunca después”. Escucho sobre el mantel compartido la constatación de una situación, en efecto, inaudita: solo Grover Cleveland logró ocupar el Despacho Oval en un segundo mandato no consecutivo, y esto tuvo lugar en 1892. Ecos del pasado manifiestamente perturbadores del futuro, pues esta vez sería diferente: candidato con un delito penal a la espalda, imputado en tres casos más, simpatizante declarado de Putin… La perplejidad como sintomatología de nuestra velada nocturna parece tornar a la rata muerta el único bocado posible.

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El problema es que tenemos hambre; alguien —no fui yo— dedicó varias horas a cocinar para nada; al final, ya verás si nos acostamos en ayunas. Decantarse por el mal menor cuando ambos ostentan un carácter abiertamente demoledor se asemeja a elegir entre el octavo y el noveno círculo del infierno: es racional jerarquizar el daño, pero es que preferiríamos el paraíso. Algunas hebras de pensamiento utópico evocan la posibilidad material de que el gigante norteamericano orientase su hegemonía hacia la construcción de un nuevo orden mundial caracterizado por la mitigación urgente de la crisis climática y la clausura de conflictos bélicos que derraman sangre inocente y nos acercan a la tercera guerra mundial, por ejemplo; aunque ello choca frontalmente con su mera posibilidad política. La disyuntiva del sufragio nos aboca, por tanto, a una gradación del fracaso como sociedad que, pudiendo haber articulado horizontes no dolorosos, se debate entre la gran herida democrática y el cáncer de aspiración dictatorial. Imaginar una OTAN parcialmente en manos de Trump o un repunte del negacionismo que repudió el Acuerdo de París no redime a un Biden debilitado de su irresponsabilidad estos últimos cuatro años. Entretanto, el salón se me ha llenado de moscas; hemos abandonado la casa en mitad de una pestilencia que permea cada rincón; “a estas horas de la madrugada no hay restaurantes abiertos” —oigo.

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