El ‘true crime’ se puede hacer bien o como siempre
Los sucesos son noticia y merecen ser contados, pero antepongamos la ética. Este género nunca debe olvidarse de las víctimas
El género sobre crímenes reales, el true crime, nos abre una nueva discusión en el debate público, por lo que estamos ante una gran oportunidad. ¿Por qué? Porque vivimos tiempos en los que se reflexiona poco y mal, en los que se desprecian las opiniones contrarias y en los que, por ende, nos empequeñecemos como sociedad. De este modo, una buena discusión sobre cómo gestionamos y consumimos los sucesos puede hacernos progresar.
La reciente denuncia de una víctima, Patricia Ramírez (madre de Gabriel Cruz), contra la posibilidad de que se emita un documental sobre el asesinato de su hijo sin su consentimiento, con la presunta complicidad de la homicida y bajo posibles incumplimientos legales, nos da la oportunidad de debatir sobre este género y, también, sobre otra cuestión importante, sobre la sociedad que queremos ser.
Nadie está en contra de las libertades de expresión e información ni del derecho que tenemos los ciudadanos a estar informados. Tampoco se niega que existen avances en algunas investigaciones gracias a la aportación de la prensa. Y no hay oposición a que se produzcan ficciones y a su consumo, porque además no se puede salir vencedor de una lucha contra el morbo; sería como intentar ponerle diques al mar, es inútil. El atractivo de estas situaciones fascina al consumidor porque el crimen está envuelto de emoción y atrapa al público de una manera especial gracias a la irresistible combinación de la incertidumbre por conocer el desenlace de los casos, junto a la curiosidad por comprobar si acertamos en nuestras hipótesis de resolución, a lo que se añade una empatía momentánea con las víctimas. Es un éxito de consumo, pero como vivimos en la época de la generación de contenido esa empatía acaba siendo puntual; desgraciadamente, solo dura hasta la siguiente noticia. Por todo ello, el mundo del true crime necesita una correcta regulación de sus límites, que siempre deben estar supeditados a la ética, y nunca debe olvidarse de las víctimas.
Cuanto más morbo, más se vende, y los comunicadores de cualquier formato (producciones de ficciones, medios periodísticos, podcasts, etcétera) siempre estamos prestos a ese beneficio, amparándonos en nuestro servicio a la sociedad. Pero, claro, las víctimas son parte de esa sociedad a la que decimos servir y, lejos de ello, las estamos perjudicando. No somos conscientes de cuánto porque no reparamos en ellas; no tenemos ni verdadera empatía ni un interés real en dejar de herir, de forma punzante, a una minoría tan sensible. El debate no es solo sobre el true crime; llega hasta el punto de ponernos frente al espejo como sociedad. ¿Nos gusta lo que vemos?
Dejemos de hacernos trampas al solitario. Los sucesos son noticia y merecen ser contados, porque nos ayudan a conocer las complejidades, rarezas y maldades del ser humano para aprender de ellas. Pero antepongamos la ética, porque no es noticia el aniversario o recuperación de una muerte trágica, no es correcto usar fotografías de algunos casos para posicionarse mejor en internet, no vale todo bajo un aviso de “basado en hechos reales” y no es racional consumir información o entretenimiento a sabiendas de que perjudicamos gravemente a terceros. Y ahí están los límites. Tenemos muchísimo margen de mejora para que deje de normalizarse el consumo del dolor y la violencia sobre personas reales, de carne y hueso. Porque las víctimas nunca se recuperan de estos sucesos, pero tienen todo el derecho a vivir un futuro, aunque sea diferente, mientras que nosotros no deberíamos condenarlas a sufrir en un pasado permanente. No es justo.
El factor de corrección en el largo plazo siempre es la educación, uno de cuyos nuevos retos es la enseñanza sobre el consumo de información, incluyendo los sucesos. Y en el corto plazo pasa por vigilar el cumplimiento real y efectivo de las leyes, para después generar un debate apropiado que atienda la regulación de forma correcta de los mencionados límites, porque pueden crearse ficciones con el consentimiento de los afectados, pero nunca debe permitirse que un suceso premie a los culpables con un probable enriquecimiento, posibles beneficios legales o una especie de turbia vendetta sobre los que sufren.
Si el argumento contrario es a favor de la libertad, pensemos que su disfrute máximo se vive a partir de la existencia de reglas que nos protegen y que ayudan al que lo necesita. Y estas víctimas las demandan ante un mundo que no las comprende, porque nadie se hace la pregunta de si nos gustaría que el circo mediático de una tragedia personal girase en torno a nuestro hermano o a nuestra hija y, por supuesto, sin nuestro consentimiento ni fecha de caducidad.
En conclusión, el true crime nos permite abrir un debate sobre qué tipo de sociedad queremos ser, la que se preocupa por los que sufren, viviendo y dejando vivir, o la que disfruta de consumir morbo sin pensar a quién hace daño por ganar unas monedas más. Por todo ello, y por todos ellos, estamos obligados a hacer un buen debate, porque tenemos la obligación de aprovechar la oportunidad para hacer las cosas bien, en vez de hacerlas como siempre.
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