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TRIBUNA
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Alvise y el bucle pornográfico

Los bulos funcionan en Internet porque producen una excitación rápida y una satisfacción efímera. Y parece que frente a esa agenda reaccionaria no sirve la simple verdad

Alvise Pérez, el domingo en Madrid tras conocer los resultados de las elecciones europeas.
Alvise Pérez, el domingo en Madrid tras conocer los resultados de las elecciones europeas.pablo monge

Durante la pandemia, el canal de WhatsApp de mi comunidad de vecinos cerró. Mejor dicho, el presidente abrió otro en el que solo podía escribir él, porque la proliferación de mensajes políticos susceptibles de provocar discusiones y, sobre todo, las informaciones no comprobadas diluían los mensajes importantes. Había de todo: mañana dejarán salir a los apellidos entre la A y la M, Bill Gates revisa tus bolsas de basura o se ha celebrado una fiesta en La Moncloa con mariachis. Todas están inspiradas en cosas que se propagaron durante esos días. Uno de los principales difusores de bulos de España, Alvise Pérez, acaba de conseguir tres eurodiputados y fue en esos días de videoconferencias y pan casero cuando comenzó a montar su negocio.

Hubo varias actividades que tuvieron éxito durante el confinamiento: las tablas de gimnasia, los cursos a distancia o los bulos. Todas respondían a la necesidad de recuperar el control. Fuera, hay incertidumbre, pero aquí puedo hacer esto que depende de mí. La última responde también a un modelo basado en el bucle de la pornografía, que también tuvo un pico de consumo: excitación rápida, reacción compulsiva y satisfacción efímera. Es lo que se llama la cultura de la dopamina, por la hormona que se segrega con ese ciclo de recompensa inmediata que siempre necesita realimentarse tras la bajona. El crítico de jazz Ted Gioia ha sistematizado la sustitución de actividades y formatos que se ha producido en las últimas décadas: del álbum de música al fragmento del reel, o del ligue al melofo-nomelofo de las aplicaciones de citas.

La cultura de la dopamina no funciona porque la gente sea más tonta o esté menos formada que hace medio siglo. Es posible que sea justo lo contrario. Los contenidos informativos o culturales se enfrentan a un público que es exigente porque conoce más, que es implacable porque hay un exceso de oferta y que no se conforma con mirar pasivamente. Quiere participar. Los formatos de la cultura de la dopamina funcionan porque son buenos, breves, divertidos y participativos. Es decir, no escucho la canción, sino que creo un vídeo; no miro un deporte, sino que apuesto; no leo informaciones, sino que las difundo. Estoy dentro. Formo parte de una comunidad difusa y gratificante que no me pide nada y siempre está. En el caso de los bulos, conocer esa información que nadie más tiene me convierte en alguien especial. Yo sé lo que está sucediendo en realidad. Nos fumigan. Nos espían. Si crees que alguien te controla es que eres importante.

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No sirve de mucho rebatirlos. De nuevo, es una idea que parte de la premisa de la mano inocente cuando la experiencia apunta a todo lo contrario. Uno tiende a creer las cosas que encajan en su visión del mundo y deberíamos pensar que la gente que difunde bulos xenófobos, racistas o machistas lo hace de forma deliberada porque comparte de forma total o parcial esa agenda reaccionaria. Sería interesante ver de dónde viene y quién la paga, pero eso es otro tema. Y no todos son jóvenes precarios con problemas de alquiler. Algunos viven al lado del Bernabéu. En general, son varones heterosexuales blancos, la gente que lo hemos tenido todo durante milenios.

El desconcierto de la izquierda es lógico. Parece que nada funciona frente a esta agenda reaccionaria. No sirve la verdad, no sirven las organizaciones, no sirve la política. Da igual que la economía crezca o que la subida del SMI saque de la pobreza a un millón de personas. Probablemente, el problema es de fondo. El programa progresista se basa en la distribución: más derechos para más personas gracias a las leyes. Nuestro modelo económico —y social— parte de una idea opuesta: todo debe convertirse en un producto que se ofrezca en un mercado desregulado. Todo es una competición. Así, la ampliación de derechos de un grupo suele provocar enfrentamientos con otros que sienten una merma en los suyos, cosa que no es cierta, pero ya hemos visto que la realidad es poco importante.

Así, se crean polarizaciones de todo tipo, salvo de clase, y las personas que habitualmente han ocupado los espacios de poder se ven agraviadas por compartirlo. Sienten que pierden algo clave para el desarrollo de sus vidas. Creen que hay que frenar las políticas de distribución para proteger su condición de nativos o propietarios de esos derechos, y cualquier cosa vale en esa lucha. Se crean chivos expiatorios, enemigos que están por todas partes y a los que se deshumaniza. El caso más claro son los migrantes, las personas que precisamente reciben toda la crueldad del modelo. Si el formato de nuestras vidas es la competición, pasamos de una norma basada en la ética que reconoce al otro a una norma basada en la fuerza. Alguien se debe imponer a otro. Conviene plantearse que la xenofobia, el machismo o el racismo no son algo del todo ajeno al modelo, sino una aceleración del bucle.

Esta situación es un territorio propicio para el populismo de derechas, que logra crear amplias coaliciones. El peligro está en la normalización de ciertas prácticas y ciertos mensajes. Ojo, no hay vuelta atrás. Como ha explicado la literatura decenas de veces, es fácil dar vida a la criatura. Lo complicado es que luego te obedezca. Crear otro Estado es más difícil que montar otro grupo de WhatsApp.

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