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Tribuna
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Ninguna sociedad colonial puede durar eternamente

No se puede elogiar a los resistentes históricos en la Francia continental y al mismo tiempo reprimir a los kanakos en Nueva Caledonia

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, pronunciaba el día 23 un discurso en Numea (Nueva Caledonia).
El presidente de Francia, Emmanuel Macron, pronunciaba el día 23 un discurso en Numea (Nueva Caledonia).LUDOVIC MARIN / POOL (EFE)

Nueva Caledonia es una colonia. El Comité Especial de Descolonización de la ONU considera que es uno de los 17 territorios “cuyo pueblo no ha alcanzado todavía el pleno autogobierno”. El Gobierno francés se enorgullece de ser europeo, abierto y liberal, pero con Nueva Caledonia está actuando igual que Napoleón III, imponiéndose por la fuerza. “No hay ninguna violencia aceptable”, sostiene el presidente francés; salvo la violencia colonial, que parece más aceptable que la resistencia a la opresión.

Desde hace unos días, los dirigentes franceses se muestran indignados por la sublevación de los jóvenes kanakos: han endurecido el tono, han declarado el estado de emergencia y han enviado refuerzos. Se incendian edificios públicos, sedes de empresas, coches, y no tenemos más remedio que preguntarnos si las flagrantes desigualdades educativas, sanitarias, de rentas y en la vida en general no tienen algo que ver con esta ira; si la asombrosa insolencia del Gobierno, 30 años después de los Acuerdos de Matignon, no ha reavivado un sentimiento de desigualdad que tiene una base muy real y si, en el fondo —cosa que es terriblemente triste—, toda esta destrucción no es sino la manifestación explosiva y caótica de una conciencia. Porque los jóvenes kanakos de los suburbios de Numea también tienen conciencia.

Por supuesto, todos los independentistas preferirían, como cualquier persona razonable, que Nueva Caledonia no ardiera en llamas. Pero antes hay que retirar esta reforma descabellada. No se puede cambiar el censo electoral sin el acuerdo de los kanakos, ni se puede llegar a ese acuerdo sin un pacto global. Además, para poner fin a la escandalosa asimetría existente entre los kanakos y los caldoches (los caledonios blancos), cuyo origen se remonta a la violenta conquista colonial, es preciso que todos tengan el mismo acceso a la educación, el empleo, la riqueza y el poder. Ninguna sociedad separada puede vivir en paz, ninguna sociedad colonial puede durar eternamente.

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No se puede elogiar a Maurice Audin y Missak Manouchian en la Francia continental y al mismo tiempo reprimir a los kanakos; está muy bien celebrar los actos de resistencia históricos, pero hay que pasar de las palabras a los hechos. Si no, cualquier homenaje al pasado se vuelve sospechoso y la sociedad acaba esquizofrénica, profundamente desorientada: honra lo mismo que reprime, finge admirar en el pasado lo que está oprimiendo en el presente y aplaude el diálogo mientras ejerce una política brutal, es decir, consagra unos principios al mismo tiempo que los aplasta.

El presidente francés ha apelado a la ley, a una legalidad que es una mera fachada, y ha afirmado que el electorado no podía seguir congelado, que los Acuerdos de Numea preveían esta ruptura de la igualdad ante el sufragio solo mientras se celebrasen los tres referendos de autodeterminación y que, ahora que los tres ya han quedado atrás, había que normalizar el censo electoral y volver a la legalidad republicana; con esta actitud tan rígida, que se apoya en la ley y desprecia la historia, Emmanuel Macron está olvidando las razones de fondo de los acuerdos y aparenta respetar la letra, pero traiciona el espíritu. En realidad, el contenido de los acuerdos no es simplemente la celebración de tres referendos de autodeterminación, la gestión formal de una crisis, sino la apertura de un proceso de descolonización, un proceso pacífico pero inexorable. Al desbloquear el censo electoral en nombre de la igualdad del sufragio, el Gobierno pasa por alto el sufrimiento del pueblo kanako, al que se privó de todos sus derechos durante casi 100 años. Lo que preveían los Acuerdos de Numea no era solo pedir a los habitantes de Nueva Caledonia que dieran su veredicto en tres ocasiones a favor o en contra de la independencia y, a continuación, volver al viejo censo electoral; el objetivo primordial era descolonizar, devolver por fin al pueblo kanako su sitio en el centro de todas las decisiones.

El mandatario acaba de hacer una breve visita a Numea, una estancia de 18 horas. A pesar de mostrar una actitud aparentemente más abierta, empezó en tono firme: “Lo primero es el orden”. Habla de apaciguamiento, pero enseguida se contradice cuando recalca una y otra vez todo lo que el apaciguamiento no puede ser. Es difícil ejercer las funciones del Estado sin recurrir a la retórica y, sin embargo, en unas circunstancias tan tensas y trágicas, no hubo ni una sola frase elocuente, ni una expresión enérgica y sincera, ni una muestra genuina de compasión. Y lo que más llama la atención de esa breve visita, lo que más llama la atención en esos largos discursos, es la ausencia de la palabra “kanako”, del pueblo kanako.

Los kanakos son numerosos, constituyen más del 40% de la población, pero viven contra la pared. Se han visto grupos de defensa civil armados, milicias blancas, recorriendo la ciudad. Se supone que el Estado tiene el monopolio de la violencia legítima, pero a nadie se le ocurre condenar a las patrullas blancas. Numea es una ciudad rica, con zonas residenciales, puertos deportivos, barcos de recreo y el Rotary Club. Numea es también una ciudad pobre, de cabañas, con los asentamientos de Sakamoto, Caillou Bleu y Soleil. Hay que redistribuir la riqueza. Tiene que haber una verdadera igualdad de derechos para todos. En Nueva Caledonia, debería ser imposible decidir nada sin el acuerdo del pueblo kanako.

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