La vida con filtros
Nos escandalizamos del tiempo que pasan los adolescentes con sus móviles. Qué tendrán para engancharles tanto, juzgamos los adultos, que nos pasamos horas en línea
Tina está en capilla de la vida. En unos días termina segundo de Bachillerato, le acaba de llegar el vestido de noche rojo rabioso que ha comprado para su graduación, a las cinco de la tarde en el patio de su instituto, y se lo está probando ante el espejo de su cuarto. Está impresionante. A sus 18 años recién cumplidos, es una de esas chavalas que mutan en mujeronas de un día para otro, haciendo que, a su vera, los chicos de su edad parezcan críos pequeños. Morenaza de rompe y rasga, Tina es guapa y rotunda y, desde fuera, parece tan segura de sí misma como para haber elegido el modelo más chillón del catálogo, sin complejos que valgan. Mentira. Ella no ve en el espejo lo mismo que ven los demás cuando la miran. Por eso se acribilla a selfis con esos filtros que le rebanan las caderas, le cinchan la cintura, le inflan los pechos, le chupan las mejillas, le engordan los pómulos, le agrandan aún más los ojos enormes, y le revientan los labios que se rellenó el año pasado con lo que ganó en un trabajillo de verano. Luego sube las fotos a sus redes y ahí, en línea, Tina es otra persona. Infinitamente más vulgar, más artificial, más fea. Pero más ella, según la estampa que de ella desea ofrecer al mundo, a imagen y semejanza de las falsas diosas a las que adora. Y dirán ustedes, qué pena. Y puede parecer penoso, en efecto. Pero Tina no es más que hija de su padre, de su madre y de su tiempo.
Periódicamente, nos escandalizamos del tiempo que los, y sobre todo las, adolescentes, pasan abducidas en las redes en sus móviles. Hipócritas. Se los compramos los padres para tenerlos constantemente localizados y resulta que nos los han alejado, a veces, para siempre. Qué tendrá esa droga para engancharles tanto, juzgamos los adultos, que nos pasamos cuatro horas diarias en línea, nos inflamos los morros, nos ponemos pelo y le pasamos el filtro Valencia hasta a las fotos del curro. Me temo que hay muchas Tinas ahí fuera. Todos conocemos a alguna. Y si no, igual la tenemos en casa y, o no nos enteramos, o no queremos enterarnos, o somos nosotros mismos con más años y menos futuro. Mientras, a solas en su cuarto, Tina se quita el vestido con la etiqueta puesta para cambiarlo por otro más discreto. Lo ha amortizado de sobra.
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